No quiero una caja sencilla, sino un sarcófago
Con rayas de tigre y una cara pintada en él,
Redonda como la luna, para escrutar el cielo.
Porque quiero mirarlos cuando vengan
Abriéndose camino entre los mudos minerales, las raíces.
Ya puedo verlos: esos rostros macilentos, a la distancia de los astros.
Ahora no son nada, ni siquiera unos bebés.
Me los imagino sin padres ni madres, como los primeros dioses.
Seguramente se preguntarán si yo era alguien importante.
¡Debería endulzar y conservar mis días como frutas!
Mi espejo se está nublando: unas cuantas vaharadas más
Y dejará de reflejar todo. Las flores y los rostros
Devienen en sábanas a fuerza de emblanquecer.
No me fío del espíritu, Se escapa como el vapor
En sueños, por el orificio de la boca o el del ojo. No puedo detenerlo.
Un día de éstos ya no volverá. Las cosas, en cambio, no son así.
Ellas permanecen, con sus pequeños lustres particulares
Siempre avivados por el uso. Si hasta casi ronronean.
Cuando las plantas de mis pies se enfríen,
El ojo azul de mi turquesa me confortará. Dejad, pues, que me quede
Con mis cacerolas de cobre, dejad que mis tarros de maquillaje
Florezcan a mi alrededor como flores nocturnas, con su agradable aroma.
Ellos me vendarán todo el cuerpo, envolverán mi corazón
Con fina pulcritud y lo pondrán a mis pies.
Ni yo misma me reconoceré. Y, como todo estará oscuro,
El brillo de esos objetos me parecerá más dulce que el rostro de Ishtar.
21 de octubre de 1961