Esto era el fin de la tierra: los últimos dedos, deformados y reumáticos,
Contraídos en nada[441]. Negros
Acantilados admonitorios, y el mar explotando
Sin fondo, sin nada al otro lado de él,
Empalidecido por los rostros de los ahogados.
Ahora simplemente es lóbrego, un mero montón de rocas:
Soldados supervivientes de aquellas antiguas guerras sucias.
El mar los cañonea, truena en sus oídos, pero ellos ni se inmutan.
Otras rocas ocultan su rencor bajo el agua.
Tréboles y estrellas, campanas y chillidos[442] bordean los acantilados
Igual que unos dedos recamando un bordado, a un paso de la muerte,
Casi demasiado pequeños para que las brumas se preocupen de ellos.
Las brumas son parte de la vieja parafernalia:
Almas que, arrolladas por la estruendosa fatalidad del mar,
Mazan las rocas hasta extinguirlas, y luego las resucitan.
Ellas se levantan sin ninguna esperanza, como suspiros.
Yo ando entre ellas, mientras me van llenando la boca de algodón.
Y, cuando por fin me sueltan, mi rostro es un rosario de lágrimas.
Nuestra Señora de los Náufragos marcha hacia el horizonte;
Sus faldillas de mármol ondean hacia atrás como alas rosadas.
Un marinero, también de mármol, se arrodilla a sus pies distraídamente,
Y a los pies de él, una campesina vestida de negro
Reza al monumento del marinero que reza.
Nuestra Señora de los Náufragos es tres veces más grande de lo normal,
Con sus labios endulzados de divinidad.
No escucha lo que dicen el marinero y la campesina,
Enamorada como lo está de la belleza informe del mar.
Encajes de color gaviota ondean en las corrientes de aire del mar
Junto a los puestos de tarjetas postales.
Los campesinos los anclan con caracolas y conchas de todo tipo.
A una le dicen: “Éstas son las monadas que guarda el mar,
Conchillas en forma de collares y señoras de juguete.
No vienen de allá abajo, de la Bahía de los Muertos,
Sino de otro lugar mejor, azul y tropical,
En donde jamás hemos estado.
Ellas son nuestras crêpes[443]. Cómaselas antes de que se enfríen”.
29 de septiembre de 1961