Nadie en el sendero, y nada, nada más que moras,
Moras a ambos lados, sobre todo en el derecho,
Una vereda de moras, descendiendo en curvas, y un mar
Al final, en algún lugar, encrespándose. Las moras
Son del tamaño de la punta de mi pulgar, mudas como ojos
De ébano en los arbustos, henchidas
De un jugo azul o rojo que se desparrama por mis dedos.
Yo no les pedí esta muestra de consanguinidad, así que deben de quererme.
Ellas solas se van acomodando en la botella de leche, aplanándose contra el cristal.
Por encima de mi cabeza pasan las cornejas en bandadas negras, cacofónicas:
Pedazos de papel carbonizado girando en un cielo borrascoso.
Su voz es la única que se oye, protestando, protestando.
No creo que el mar llegue a aparecer.
Las brañas altas, verdes centellean como si irradiaran luz desde dentro.
Me allego a una zarza con moras tan maduras que parece una zarza de moscas,
Con sus vientres verdiazules y las membranas de sus alas colgando en un biombo chino.
Se han atiborrado tanto de miel que ahora están aturdidas; creen en el cielo.
Una curva más, y se acabarán las zarzas y las moras.
Lo único que puede haber ahora es el mar.
Soplando entre dos colinas, un viento repentino se abate sobre mí,
Estampándome en la cara su colada fantasmal.
Estas colinas son demasiado verdes y dulces como para haber probado la sal.
Me adentro por el medio, siguiendo la cañada de las ovejas. La última curva me lleva
A la cara norte de las colinas, y la cara es una roca anaranjada
Que no mira nada, nada salvo un espacio inmenso
De luces blanco peltre, y un estruendo como de martillos de plateros
Batiendo y batiendo[439] un metal intratable.
23 de septiembre de 1961