Vienes de la clínica con buenas noticias,
Y te quitas de golpe el pañuelo de seda, exhibiendo tus blancas, estiradas
Vendas de momia, sonriendo: Estoy muy bien.
Cuando tenía nueve años, un anestesista vestido de verde lima
Me puso una máscara para darme gas con olor a plátano. En la bóveda nauseabunda
Resonaron las pesadillas y las voces jupiterianas de los cirujanos.
Luego apareció mi madre como flotando, sosteniendo una palangana.
Puah, me sentí realmente mal.
Ahora todo es distinto. Viajando
Desnuda como Cleopatra en mi esterilizada bata de hospital,
Volátil a causa de los calmantes y con inusitado buen humor,
Llego sobre ruedas a una antesala donde un hombre muy amable
Me cierra las manos y me hace sentir que algo precioso
Se escurre entre mis dedos. En un santiamén,
La oscuridad me borra como quien borra la tiza de una pizarra…
Y ya no me entero de nada.
Durante cinco días yazgo así, en secreto,
Espitada como un barril, mientras los años se disipan en mi almohada.
Incluso mi mejor amiga cree que estoy en el campo.
Como la piel no tiene raíces, se desprende tan fácilmente como el papel.
Cuando sonrío, se me tensan los puntos. Voy creciendo hacia atrás. Ahora soy
Aquella veinteañera
Meditabunda, sentada con mi falda larga en el sofá de mi primer marido,
Con los dedos enterrados en la lana del caniche muerto;
Aún no tenía gato.
Adiós a aquella señora con papada
Que, arruga tras arruga, veía arreglarse ante mi espejo:
Una cara de calcetín fofo, dado de sí, envolviendo un huevo de zurcir.
Ahora está presa en algún frasco de laboratorio. Bien, pues, por mí,
Que se muera, que se pudra incesantemente ahí durante los próximos cincuenta años,
Adormilándose, meciéndose y palpándose sus ajados cabellos.
Madre de mí misma, ahora me despierto envuelta en gasa,
Rosada y suave como un bebé.
15 de febrero de 1961