Entre el fárrago oscuro destacan estos dos
Topos muertos en la rodera pedregosa,
Informes como un par de guantes desechados, a unos metros de distancia:
Dos jirones de ante azul mascados por un perro o por un zorro.
Uno sólo ya daría bastante pena de por sí,
Pequeña víctima desenterrada de su órbita subterránea,
De debajo de la raíz del olmo, por alguna criatura grande.
El hecho de que haya otro cadáver convierte en duelo el asunto:
Dos gemelos ciegos, mordidos por la vil naturaleza.
La lejana bóveda celeste está sana y diáfana.
Las hojas, al deshacer sus guaridas amarillas
Entre el camino y el agua del lago,
No revelan ningún espacio siniestro. Ahora
Los topos parecen tan neutrales como las piedras.
Sus morros en forma de sacacorchos, sus manos blancas,
Alzadas, fijas en una postura familiar.
Cuesta imaginar la clase de furia que los golpeó,
Ya disuelta, como el humo de una guerra de antaño.
De noche, estallan los gritos de la batalla
En los oídos del veterano, y de nuevo
Me introduzco en el suave pellejo del topo.
La luz es mortal para ellos: los agosta.
Mientras yo duermo, ellos se deslizan por sus estancias silenciosas,
Apartando la tierra con las palmas, zapadores
En pos de los gruesos hijos de las raíces y la roca.
De día, únicamente palpita la superficie del suelo.
Aquí abajo, uno está solo.
Las manos descomunales van por delante
Preparando un sendero: abriendo las vetas,
Excavando en busca de apéndices
De escarabajos, lechecillas, fragmentos de cerámica, algo que comer
Una y otra vez. Y de nuevo el paraíso
De la hartura final está tan lejos
De la puerta como siempre. Lo que ocurre entre nosotros
Ocurre en la oscuridad, se desvanece
Tan fácil y frecuentemente como el aliento.