105. EL EREMITA EN LA CASA MÁS REMOTA[266]

Aunque el cielo y el mar, esas tablas de azul

En blanco, unidas por la bisagra del horizonte,

Se cerrasen de golpe, no podrían aplastar a este hombre.

Los grandes dioses, Cabeza de Piedra y Pie en Garra[267],

Sofocados después de tanto topetarlo con su roca

Y amenazarlo con su garra, se percataron de ello.

Entonces, ¿para qué habían soportado

Tenazmente los largos calores y los fríos,

Esos viejos déspotas? ¿Para verlo sentado ahí,

Sacudiéndose de risa en el alféizar de su puerta,

Con la columna indoblegable como

Las vigas de su enhiesta cabaña?

Allí no había más que esos duros dioses.

Pero el eremita entrevió[268] algo más.

No ya un pote pétreo y otro córneo

Sino un cierto verdor[269] significativo.

Y se enfrentó a ellos, aquel eremita.

La cara de roca, la garra de halcón[270] rozaron el verdor.

Las gaviotas meditaron bajo una luz más verde.