103. ELECTRA EN LA VEREDA DE LAS AZALEAS[254]

El día que moriste me tragó la tierra,

Me abismé en el oscuro agujero donde las abejas,

Con sus rayas negras y doradas, hibernan a salvo de la ventisca,

Como piedras hieráticas, y el terreno es tan duro.

Aquel sueño invernal me valió la vida durante veinte años:

Hice como que nunca habías existido, como si hubiese

Nacido del vientre de mi madre preñada por Dios,

Y su cama ancha luciese la mancha de la divinidad.

No me sentí culpable ni nada semejante cuando volví

A rastras a cobijarme bajo su corazón[255].

Pequeña como una muñeca, con mi vestido de inocencia,

Me tendí a soñar tu poema épico, imagen tras imagen.

Nadie moría ni se ajaba en ese escenario.

Todo acontecía en una blancura perenne.

El día que desperté, abrí los ojos en Churchyard Hill.

Encontré tu nombre, tus huesos, todo

Registrado en una necrópolis minúscula, atestada,

Tu lápida mohosa e inclinada junto a una verja de hierro.

En esta casa de caridad, este asilo para pobres, donde los muertos

Se amontonan pie contra pie, cabeza contra cabeza, ni una flor

Hiende el suelo. La Vereda de las Azaleas: así se llama.

Un campo de bardanas se abre al sur.

Dos metros de grava amarilla te cubren.

La salvia[256] artificial que pusieron en la lápida

Contigua, metida en un cesto de plástico, adornado

Con ramas, ni se agita ni se pudre,

Aunque las lluvias la disuelvan en un tinte rubro:

Sus pétalos falsos gotean, y sus gotas son de un rojo sangre.

Pero hay otra clase de rojo que me molesta:

El día en que tu vela distendida se bebió el aliento de mi hermana,

El mar liso se tiñó de púrpura, como el aciago mantel

Que desplegó mi madre la última vez que volviste a casa.

Estos pilares en los que apoyarme los saqué de una tragedia antigua[257].

La verdad es que, una vez, a finales de octubre, el día de mi primer llanto,

Un escorpión[258] se aguijoneó la cabeza sin querer,

Y mi madre vio tu rostro en sueños, bajo el agua[259].

Los actores pétreos hacen una pausa para serenarse y recobrar el aliento.

Saqué fuerzas de mi amor para soportar aquello, y entonces moriste.

Fue la gangrena —me contó mi madre— quien te consumió

Hasta los huesos; moriste como cualquier otro hombre.

¿Cómo envejeceré yo en ese estado mental?

Soy el espectro de una infame suicida,

La navaja de afeitar se oxida en mi garganta.

Ah, padre, perdona a quien llama a tu verja buscando

Perdón: tu perra de caza, tu hija, tu amiga.

Fue mi amor lo que nos mató a ambos.