El día en que visitó la sala de disección, tenían allí
Cuatro hombres, negros como pavos calcinados,
A medio despedazar. Las cubetas de los despojos
Que había junto a ellos olían a vinagre;
Los chicos con bata blanca empezaron a trabajar.
La cabeza del cadáver que le correspondía a su amigo
Se había derrumbado, y ella apenas pudo distinguir nada
Entre aquellos escombros de placas craneales y cuero viejo,
Sujetos por un macilento trozo de cuerda.
Conservados en frascos, los fetos con nariz de caracol,
Pequeñas lunas brillantes de mirada melancólica, sueñan[245].
Mientras, él le entrega el corazón que acaba de extirpar
Como si fuera una reliquia familiar resquebrajada.
En la escena panorámica que pintó Brueghel, esa carnicería
Rodeada de humo, sólo hay dos personas que, en su ceguera,
No ven el ejército carroñero: él, flotando en el mar de satén azul
De los ropajes de ella, canta de cara al hombro
Desnudo de su amada, mientras ella se inclina
Sobre él, con una partitura entre los dedos,
Sordos ambos a la fídula que sostiene en sus manos
La cabeza de la Muerte que ensombrece su canción.
Esos amantes flamencos florecen, sí, pero por poco tiempo.
Aun así, la desolación, detenida en el tiempo
Por la pintura, perdona la vida a ese pequeño
País necio, delicado que hay en la esquina inferior
De la parte derecha del cuadro.