Estaba paseando por la rosaleda donde nadie pasea
De un parque público; en casa, había sentido la necesidad
De regalarme una sola rosa, para imaginarme
El resto de la rosaleda en todo su esplendor.
La cabeza de león fijada en el muro
Dejó caer su baba de indolente verde
En el pilón de piedra. Corté con unas tijeras
Un brote naranja, y lo guardé en el bolso. Cuando
Éste abrió su naranja en mi jarrón, me retrotraje
A mi época de moza mofletuda, y decidí que el siguiente
Sería rojo; tras discutir con mi conciencia, le robé
Al parque menos rojo del que se marchitaba en él.
El almizcle satisfizo mi olfato, el rojo, mi vista,
La lanilla de los pétalos, las yemas de mis dedos;
Pensé en la poesía que había rescatado
Del aire ciego, del completo eclipse.
Pero hoy, con un brote amarillo en la mano,
Me detuve en seco al oír unos crujidos
Provenientes del bosquete de laureles. Nadie alrededor.
Un espasmo se apoderó de los rododendros:
Tres chicas, enfrascadas, estaban arrancando
Ramilletes enteros de flores rosadas y cerezas,
Amontonándolos sobre un periódico extendido.
Robando descaradamente, sin el menor reparo
Y sin pararse a dudar ante mi severa mirada.
Pero yo sí dudé, acusada por mi rosa,
Pensando si lo mío era delicadeza confundida
Por amor, o un puro y mezquino hurto.