En el aire sin sol, bajo los pinos verdes
Hasta la negrura, algún Padre Fundador puso
Estas piedras combadas, lobuladas, que surgen
Amenazadoras en la penumbra filtrada por las hojas,
Negras como los huesos de los nudillos calcinados
De un gigantesco o extinto
Animal, venido de otra Edad,
De otro planeta, seguramente. Flanqueadas
Por la hoguera naranja y fucsia
De las azaleas, sacrosantas,
Estas piedras guardan un oscuro reposo
Y mantienen intactas sus formas, mientras el sol
Altera las sombras de la rosa y del iris
—Largas, cortas, largas— en el jardín encendido,
Y aviva el fulgor del ocaso del día
Coloreado hasta apagar el pigmento
De las azaleas, aunque éste se consume
Tan pronto como ellas. Seguir el matiz
Y la intensidad de la luz a medianoche,
A mediodía y durante los embates
De los cambios climáticos es
Conocer el corazón quieto de las piedras:
Piedras que tardan todo el verano en perder
Los sueños que les instiló el invierno; piedras
Cuyos núcleos nunca llegan a caldearse
Más que como formas escarchadas. Imposible
Arrancarlas con una palanca: sus barbas son ya
De un verde perenne. Tan imposible como que ellas
Bajen, una vez cada cien años, a beber al río,
Pues no hay sed que perturbe el lecho de una piedra.