Me acerqué a los acuarelistas[184]
Decididos a captar la buena luz
Del Cabo que pule los granos de arena
Hasta convertirlos en cristales laminados,
Y que bruñe con su beige brillante los cascos redondos
De los tres barcos de pesca
Varados a orillas de la cola
Retráctil de la ría. Iba a buscar
Carnada gratis: los mejillones azules
Arracimados como bulbos en el margen cubierto
De raíces de hierba de los pozancos.
La marea del alba seguía muerta. Noté el hedor
A limo, a vísceras de conchas, a despojos de gaviotas;
Escuché un rasguñar áspero, extraño
Cesar, y me allegué al silencioso
Borde de un pozanco en forma de cráter
Del que colgaban los mejillones azul mate y
Prominentes, pese a tener la impresión
De que los goznes de un mundo artero se acababan de
Cerrar sobre mí. Todo estaba en calma.
Aunque a mí me parecieron unos segundos,
Varias edades transcurrieron para que yo me granjease
Confianza de salvoconducto
En el receloso mundo de ultratumba
Que me observaba. La hierba brotaba con garras;
Unos minúsculos montículos de cieno se abrían paso
Desde abajo, desplazando sus testas como diminutos
Caballeros quitándose los cascos. Los cangrejos
Salían despacio de sus escondrijos enanos,
De sus trincheras de fango, todos
Camuflados con sus armaduras moteadas
De pintas verdes y marrones. Cada uno blandía
Una pinza agrandada[185] hasta devenir en un largo
Escudo protector, no el instrumento de un violinista
Agigantado, a lo Gargantúa, a fuerza de ser tocado,
Sino agigantado a la fuerza, y a la fuerza
Blandido, con un fin cuyo sentido
Se me escapaba. Hordas silbantes,
Motivadas por la masa, iban saliendo de lado
En una corriente convergente
Hacia la boca del pozanco, tal vez buscando
La fina y desmadejada hebra
Del mar que empezaba a retrazar el camino
De su marea por encima de la cuenca de la ría.
O evitándome. Avanzaban
Al sesgo, produciendo un sonido
Entre húmedo y seco, dejando una estela
De gotas centelleantes. ¿Les gustaría sentir
La lama bajo sus patas
Como a mí entre los dedos de los pies?
La pregunta quedó en el aire, pues yo
Permanecí callada por una vez en la vida, por todas
Las que no, desconcertando el paso
De su formación absolutamente
Extraterrestre, igual que yo, situada
En la nítida cola del cometa Halley,
Desconcertaría al mundo si decidiese
Mandar a paseo mi órbita —conocida
Por un apellido que el cuerpo celeste
Ignoraba por completo. De esa forma,
Los cangrejos se dedicaron a lo suyo, que
No es precisamente tocar el violín, y yo llené
Mi enorme pañuelo de azules
Mejillones. Desde el punto de vista de los cangrejos
—Si es que podían verme—, yo era una
Pilladora de marisco con dos patas.
En la ventilada techumbre de paja
De las tupidas hierbas, encontré
El caparazón de un compañero suyo,
Intacto, extrañamente alejado
De su mundo de cieno de tonalidad verde
Y sus entrañas primero blanqueadas y luego desaparecidas
En algún lugar, a causa del exceso de sol y de viento.
No podría decir si murió
Recluyéndose, suicidándose,
O como un tenaz cangrejo Colón.
Su rostro, grabado al aguafuerte y olvidado allí,
Lucía una mueca cadavérica:
Tenía un cierto aire oriental,
Coma una máscara de samurái
Hecha de colmillo de tigre, no tanto
Por amor al arte como por amor a Dios. Lejos del mar—
Donde los dorsos con pintas rojas, las pinzas
Y los cangrejos enteros, muertos, con sus empapados
Abdómenes pálidos y vueltos del revés,
Bailan, arrastrando las patas, sus valses
Sobre las idas y las venidas disolventes
De las olas, refundiéndose,
Pedazo a pedazo, con su amistoso
Elemento— yacía esa reliquia salvada,
Esa cara, encarando el sol sin cara.