77. UNA MARISCADORA EN ROCK HARBOR[183]

Me acerqué a los acuarelistas[184]

Decididos a captar la buena luz

Del Cabo que pule los granos de arena

Hasta convertirlos en cristales laminados,

Y que bruñe con su beige brillante los cascos redondos

De los tres barcos de pesca

Varados a orillas de la cola

Retráctil de la ría. Iba a buscar

Carnada gratis: los mejillones azules

Arracimados como bulbos en el margen cubierto

De raíces de hierba de los pozancos.

La marea del alba seguía muerta. Noté el hedor

A limo, a vísceras de conchas, a despojos de gaviotas;

Escuché un rasguñar áspero, extraño

Cesar, y me allegué al silencioso

Borde de un pozanco en forma de cráter

Del que colgaban los mejillones azul mate y

Prominentes, pese a tener la impresión

De que los goznes de un mundo artero se acababan de

Cerrar sobre mí. Todo estaba en calma.

Aunque a mí me parecieron unos segundos,

Varias edades transcurrieron para que yo me granjease

Confianza de salvoconducto

En el receloso mundo de ultratumba

Que me observaba. La hierba brotaba con garras;

Unos minúsculos montículos de cieno se abrían paso

Desde abajo, desplazando sus testas como diminutos

Caballeros quitándose los cascos. Los cangrejos

Salían despacio de sus escondrijos enanos,

De sus trincheras de fango, todos

Camuflados con sus armaduras moteadas

De pintas verdes y marrones. Cada uno blandía

Una pinza agrandada[185] hasta devenir en un largo

Escudo protector, no el instrumento de un violinista

Agigantado, a lo Gargantúa, a fuerza de ser tocado,

Sino agigantado a la fuerza, y a la fuerza

Blandido, con un fin cuyo sentido

Se me escapaba. Hordas silbantes,

Motivadas por la masa, iban saliendo de lado

En una corriente convergente

Hacia la boca del pozanco, tal vez buscando

La fina y desmadejada hebra

Del mar que empezaba a retrazar el camino

De su marea por encima de la cuenca de la ría.

O evitándome. Avanzaban

Al sesgo, produciendo un sonido

Entre húmedo y seco, dejando una estela

De gotas centelleantes. ¿Les gustaría sentir

La lama bajo sus patas

Como a mí entre los dedos de los pies?

La pregunta quedó en el aire, pues yo

Permanecí callada por una vez en la vida, por todas

Las que no, desconcertando el paso

De su formación absolutamente

Extraterrestre, igual que yo, situada

En la nítida cola del cometa Halley,

Desconcertaría al mundo si decidiese

Mandar a paseo mi órbita —conocida

Por un apellido que el cuerpo celeste

Ignoraba por completo. De esa forma,

Los cangrejos se dedicaron a lo suyo, que

No es precisamente tocar el violín, y yo llené

Mi enorme pañuelo de azules

Mejillones. Desde el punto de vista de los cangrejos

—Si es que podían verme—, yo era una

Pilladora de marisco con dos patas.

En la ventilada techumbre de paja

De las tupidas hierbas, encontré

El caparazón de un compañero suyo,

Intacto, extrañamente alejado

De su mundo de cieno de tonalidad verde

Y sus entrañas primero blanqueadas y luego desaparecidas

En algún lugar, a causa del exceso de sol y de viento.

No podría decir si murió

Recluyéndose, suicidándose,

O como un tenaz cangrejo Colón.

Su rostro, grabado al aguafuerte y olvidado allí,

Lucía una mueca cadavérica:

Tenía un cierto aire oriental,

Coma una máscara de samurái

Hecha de colmillo de tigre, no tanto

Por amor al arte como por amor a Dios. Lejos del mar—

Donde los dorsos con pintas rojas, las pinzas

Y los cangrejos enteros, muertos, con sus empapados

Abdómenes pálidos y vueltos del revés,

Bailan, arrastrando las patas, sus valses

Sobre las idas y las venidas disolventes

De las olas, refundiéndose,

Pedazo a pedazo, con su amistoso

Elemento— yacía esa reliquia salvada,

Esa cara, encarando el sol sin cara.