71. DESDE LO ALTO DEL LAGO[168]

Aquí, en este valle de discretas academias,

No tenemos montañas, sino montes, cerros bajos

Comparados con el macizo de Adirondacks o el peñón del norte,

Ellos mismos meros alcores al lado de un Everest.

Aún así, son nuestra mejor bandada de altura[169]:

En comparación con el hundido lomo canoso,

Plateado del Connecticut, y las llanuras de las granjas

De Hadley a nivel del río, son lo bastante elevadas

Como para llamarlas algo más que colinas.

Verdes, completamente verdes, yerguen su nudoso espinazo

Contra nuestro cielo: son ellas lo que vemos, al mirar al sur,

Hacia la Pleasant Street, en Main. Ponderando sus formas

Entre los apartamentos rojos y amarillentos de papel alquitranado,

Son como una brisa fresca de verano para nuestros ojos.

A la gente que vive en el fondo de los valles,

Un montículo en el paisaje, una loma o un altozano escarpado,

Parecen animarla a escalarlos. Es una lógica peculiar

La que nos impulsa a subir un monte para luego acabar bajando

Al mismo sitio donde empezamos; pero es la clara conversión

Que se produce en la cima lo que nos lleva a ser fieles

A este camino oblicuo, a pesar de nuestro caprichoso

Anhelo de suelo llano; y es el último risco, el último saliente,

El que trastroca nuestro reducido concepto del espacio: desmurando

Los horizontes, extiende nuestra visión, la desparrama

Por la lejanía, dilatando al máximo nuestras pupilas contraídas.

Con la esperanza de ver así, escalamos las pendientes

Por entre sus cortinas de hojas, deslumbrados

Por el verde, bajo un cielo granado de verde

Hasta lo azul. Las cimas se definen a sí mismas como lugares

Donde no hay nada más alto que ver. Al mirar abajo, nuestros ojos

Van siguiendo los negros dorsos de flecha de los vencejos en su vuelo

Por el círculo y el arco de los remolinos del aire, aunque éste descansa

Ahora para nosotros, pues no vemos agitarse ni el filo de una hoja

Aquí, en este monte revestido de hojas. El hotel centenario,

Descascarillado, sostiene su ruinosa veranda

De cuatro accesos, desde la que aún se divisan

Los maderos caídos de su otrora célebre

Funicular: testigos de un tiempo

Ya ido, y de las gracias ya idas con el tiempo. Un guía de aquí

Pide medio dólar por cada ascenso

Al escenario local, vende soda, nos muestra los miradores.

Una luz rojiza tiñe el lago en forma de herradura gris

Y la pálida quietud circunfluyente[170] del río,

Mientras las rosas desaguan su carmín en un espejo. El flujo

De las corrientes aleatorias, las únicas marcas

Que punteaban los picos de las olas, han quedado igualadas, diluidas

En los ordenamientos simplificados del cielo,

Se adueñó de las perspectivas. Los campos lejanos, semejantes a un mapa,

Están pautados por correctas líneas verdes, y no sembrados al tuntún

De cabezas de espárragos. Los coches corren ensartando sus abalorios

De colores suaves en los hilos de las carreteras, y la gente pasea

En línea recta a través del verdor naciente.

Todo es paz y disciplina allí abajo. Hasta hace poco,

Vivíamos bajo la sombra de los tejados calientes,

Sin percatarnos de la frescura en la que podíamos movernos. Por una vez,

Un profundo silencio acalla el chirrido de los grillos.