Aquí, en este valle de discretas academias,
No tenemos montañas, sino montes, cerros bajos
Comparados con el macizo de Adirondacks o el peñón del norte,
Ellos mismos meros alcores al lado de un Everest.
Aún así, son nuestra mejor bandada de altura[169]:
En comparación con el hundido lomo canoso,
Plateado del Connecticut, y las llanuras de las granjas
De Hadley a nivel del río, son lo bastante elevadas
Como para llamarlas algo más que colinas.
Verdes, completamente verdes, yerguen su nudoso espinazo
Contra nuestro cielo: son ellas lo que vemos, al mirar al sur,
Hacia la Pleasant Street, en Main. Ponderando sus formas
Entre los apartamentos rojos y amarillentos de papel alquitranado,
Son como una brisa fresca de verano para nuestros ojos.
A la gente que vive en el fondo de los valles,
Un montículo en el paisaje, una loma o un altozano escarpado,
Parecen animarla a escalarlos. Es una lógica peculiar
La que nos impulsa a subir un monte para luego acabar bajando
Al mismo sitio donde empezamos; pero es la clara conversión
Que se produce en la cima lo que nos lleva a ser fieles
A este camino oblicuo, a pesar de nuestro caprichoso
Anhelo de suelo llano; y es el último risco, el último saliente,
El que trastroca nuestro reducido concepto del espacio: desmurando
Los horizontes, extiende nuestra visión, la desparrama
Por la lejanía, dilatando al máximo nuestras pupilas contraídas.
Con la esperanza de ver así, escalamos las pendientes
Por entre sus cortinas de hojas, deslumbrados
Por el verde, bajo un cielo granado de verde
Hasta lo azul. Las cimas se definen a sí mismas como lugares
Donde no hay nada más alto que ver. Al mirar abajo, nuestros ojos
Van siguiendo los negros dorsos de flecha de los vencejos en su vuelo
Por el círculo y el arco de los remolinos del aire, aunque éste descansa
Ahora para nosotros, pues no vemos agitarse ni el filo de una hoja
Aquí, en este monte revestido de hojas. El hotel centenario,
Descascarillado, sostiene su ruinosa veranda
De cuatro accesos, desde la que aún se divisan
Los maderos caídos de su otrora célebre
Funicular: testigos de un tiempo
Ya ido, y de las gracias ya idas con el tiempo. Un guía de aquí
Pide medio dólar por cada ascenso
Al escenario local, vende soda, nos muestra los miradores.
Una luz rojiza tiñe el lago en forma de herradura gris
Y la pálida quietud circunfluyente[170] del río,
Mientras las rosas desaguan su carmín en un espejo. El flujo
De las corrientes aleatorias, las únicas marcas
Que punteaban los picos de las olas, han quedado igualadas, diluidas
En los ordenamientos simplificados del cielo,
Se adueñó de las perspectivas. Los campos lejanos, semejantes a un mapa,
Están pautados por correctas líneas verdes, y no sembrados al tuntún
De cabezas de espárragos. Los coches corren ensartando sus abalorios
De colores suaves en los hilos de las carreteras, y la gente pasea
En línea recta a través del verdor naciente.
Todo es paz y disciplina allí abajo. Hasta hace poco,
Vivíamos bajo la sombra de los tejados calientes,
Sin percatarnos de la frescura en la que podíamos movernos. Por una vez,
Un profundo silencio acalla el chirrido de los grillos.