67. PERSEO[152]

EL TRIUNFO DEL ESPÍRITU SOBRE EL SUFRIMIENTO

La cabeza aislada te muestra en el prodigioso acto

De digerir lo que sólo los siglos pueden digerir:

La enorme, pesadísima estatua de la aflicción,

Tan indisoluble como para perforar el intestino

De una ballena con miles de agujeros y desangrarla

Hasta palidecer en los mares. Hércules lo tuvo fácil

Cuando limpió aquellos establos: hasta las lágrimas de un niño lo harían.

Pero ¿quién se ofrecería a engullir a Laocoonte,

El Galo Moribundo y esas innumerables pietás

Que supuran en los muros sombríos de las capillas, los museos

Y los sepulcros de Europa? Tú.

Sólo tú,

Que pediste alas para tus pies —no una soga

Ni unos clavos[153]— y un espejo para mantener la cabeza poblada de serpientes

A una distancia prudente, podías arrostrar la mueca de Gorgona

De la agonía humana: una mirada que entumece los miembros:

No un mero parpadeo de basilisco, ni un doble mal de ojo,

Sino todo ese cúmulo de postreros gemidos, quejidos,

Gritos y heroicos pareados con los que finaliza la infinidad

De tragedias representadas sobre las tablas empapadas de sangre,

Y cada punzada de dolor de un ser humano es un áspid siseante

Que busca petrificar tus ojos, y cada aldea arrasada

Por una catástrofe, un pedazo de cobra que se retuerce,

Y el declive de los imperios, la gruesa cola de una inmensa

Anaconda.

Imagina: el mundo comprimido en un puño

Hasta devenir en la cabeza de un feto, rapaz[154], cosido

Con sufrimiento desde su concepción; y tú lo tienes ahí,

En tu mano. Cualquier persona se estremece al sentir

Un grano de arena en el ojo o un dedo dolorido,

Pero los dioses, igual que los reyes, se vuelven rocas

Ante el desconsuelo y el pesar de todo el planeta.

Y esas mismas rocas, al erosionarse y quebrarse, terminan

Multiplicándose y extendiendo la desesperación

Por la oscura faz de la tierra.

Así, el rigor mortis podría adueñarse

De toda la creación, si no fuera porque un vientre mayor,

El tuyo, traga algo más que dicha.

Ahora acabas de entrar,

Armado con tus alas que, además de volar, hacen cosquillas,

En una de esas casetas de feria donde un espejo ha transformado la trágica musa

En la cabeza cercenada de una muñeca malhumorada, y una trenza,

Desaliñada, una serpiente descompuesta, cuelga de ella como la absurda boca

Cuelga de su lúgubre semblante. ¿Dónde están

Los miembros clásicos de la tenaz Antígona?

¿Las rojas, reales vestiduras de Fedra? ¿Las congojas

De lágrimas ofuscadoras de la gentil duquesa de Malfi?

Se han esfumado

En la profunda convulsión que se ha adueñado de tu rostro, tus músculos

Y tus tendones dilatados, victoriosos, igual que la carcajada

Cósmica acaba con las descosidas, irritantes heridas

De un sufrimiento eterno.

Para ti, pues, Perseo,

La palma, y ojalá que logres equilibrar y reequilibrar,

Hasta el final de los tiempos, la celestial balanza

Que pondera nuestra locura con nuestra cordura.