EL TRIUNFO DEL ESPÍRITU SOBRE EL SUFRIMIENTO
La cabeza aislada te muestra en el prodigioso acto
De digerir lo que sólo los siglos pueden digerir:
La enorme, pesadísima estatua de la aflicción,
Tan indisoluble como para perforar el intestino
De una ballena con miles de agujeros y desangrarla
Hasta palidecer en los mares. Hércules lo tuvo fácil
Cuando limpió aquellos establos: hasta las lágrimas de un niño lo harían.
Pero ¿quién se ofrecería a engullir a Laocoonte,
El Galo Moribundo y esas innumerables pietás
Que supuran en los muros sombríos de las capillas, los museos
Y los sepulcros de Europa? Tú.
Sólo tú,
Que pediste alas para tus pies —no una soga
Ni unos clavos[153]— y un espejo para mantener la cabeza poblada de serpientes
A una distancia prudente, podías arrostrar la mueca de Gorgona
De la agonía humana: una mirada que entumece los miembros:
No un mero parpadeo de basilisco, ni un doble mal de ojo,
Sino todo ese cúmulo de postreros gemidos, quejidos,
Gritos y heroicos pareados con los que finaliza la infinidad
De tragedias representadas sobre las tablas empapadas de sangre,
Y cada punzada de dolor de un ser humano es un áspid siseante
Que busca petrificar tus ojos, y cada aldea arrasada
Por una catástrofe, un pedazo de cobra que se retuerce,
Y el declive de los imperios, la gruesa cola de una inmensa
Anaconda.
Imagina: el mundo comprimido en un puño
Hasta devenir en la cabeza de un feto, rapaz[154], cosido
Con sufrimiento desde su concepción; y tú lo tienes ahí,
En tu mano. Cualquier persona se estremece al sentir
Un grano de arena en el ojo o un dedo dolorido,
Pero los dioses, igual que los reyes, se vuelven rocas
Ante el desconsuelo y el pesar de todo el planeta.
Y esas mismas rocas, al erosionarse y quebrarse, terminan
Multiplicándose y extendiendo la desesperación
Por la oscura faz de la tierra.
Así, el rigor mortis podría adueñarse
De toda la creación, si no fuera porque un vientre mayor,
El tuyo, traga algo más que dicha.
Ahora acabas de entrar,
Armado con tus alas que, además de volar, hacen cosquillas,
En una de esas casetas de feria donde un espejo ha transformado la trágica musa
En la cabeza cercenada de una muñeca malhumorada, y una trenza,
Desaliñada, una serpiente descompuesta, cuelga de ella como la absurda boca
Cuelga de su lúgubre semblante. ¿Dónde están
Los miembros clásicos de la tenaz Antígona?
¿Las rojas, reales vestiduras de Fedra? ¿Las congojas
De lágrimas ofuscadoras de la gentil duquesa de Malfi?
Se han esfumado
En la profunda convulsión que se ha adueñado de tu rostro, tus músculos
Y tus tendones dilatados, victoriosos, igual que la carcajada
Cósmica acaba con las descosidas, irritantes heridas
De un sufrimiento eterno.
Para ti, pues, Perseo,
La palma, y ojalá que logres equilibrar y reequilibrar,
Hasta el final de los tiempos, la celestial balanza
Que pondera nuestra locura con nuestra cordura.