En las severas edades de las ventosas celdas
Y de los aún más ventosos castillos; edades de dragones
Que alentaban sin el marco que luego les pondrían en las fábulas,
El santo y el rey desanudaban las coyunturas de las trabas,
No con un milagro o un recurso soberano
Sino empleando abusos tales
Como un bofetón de desprecio o el hiperminucioso
Tormento de las empulgueras: un alma sujeta con arrojo[140],
Un caballo blanco ahogado, y todos los pináculos inconquistables
De la ciudad de Dios y de Babilonia
Deben aguardar, mientras, por un lado, la mano
De Suso[141] afila sus tachuelas y sus agujas,
Flagelando, hasta llagarlas, las rojas compuertas de su cuerpo
Para deleite del cielo, extinguiendo implacablemente el ardor de sus lomos
Arrechos con los escozores que le producen las crines de caballo y los piojos;
Y, por otro, el airado Ciro[142]
Malgasta un verano entero y la fuerza de sus héroes
Increpando al Río Gyndes, devorador de caballos:
El rey lo divide en trescientos sesenta canales
Que cualquier muchacha podría vadear sin mojarse las corvas.
En cambio, los imperturbables sabios de esa época,
Sonriendo ante tales conductas, subyugando a sus enemigos
Limpia y primorosamente, con incredulidad o con puentes,
Nunca se apegan, como sus grandes señores, a ese demonio que se ríe
Desde el grano del calabacín y los granos[143] del lecho del río.