65. UNA LECCIÓN DE VENGANZA

En las severas edades de las ventosas celdas

Y de los aún más ventosos castillos; edades de dragones

Que alentaban sin el marco que luego les pondrían en las fábulas,

El santo y el rey desanudaban las coyunturas de las trabas,

No con un milagro o un recurso soberano

Sino empleando abusos tales

Como un bofetón de desprecio o el hiperminucioso

Tormento de las empulgueras: un alma sujeta con arrojo[140],

Un caballo blanco ahogado, y todos los pináculos inconquistables

De la ciudad de Dios y de Babilonia

Deben aguardar, mientras, por un lado, la mano

De Suso[141] afila sus tachuelas y sus agujas,

Flagelando, hasta llagarlas, las rojas compuertas de su cuerpo

Para deleite del cielo, extinguiendo implacablemente el ardor de sus lomos

Arrechos con los escozores que le producen las crines de caballo y los piojos;

Y, por otro, el airado Ciro[142]

Malgasta un verano entero y la fuerza de sus héroes

Increpando al Río Gyndes, devorador de caballos:

El rey lo divide en trescientos sesenta canales

Que cualquier muchacha podría vadear sin mojarse las corvas.

En cambio, los imperturbables sabios de esa época,

Sonriendo ante tales conductas, subyugando a sus enemigos

Limpia y primorosamente, con incredulidad o con puentes,

Nunca se apegan, como sus grandes señores, a ese demonio que se ríe

Desde el grano del calabacín y los granos[143] del lecho del río.