Así como los dioses crearon un mundo, y el hombre otro,
El encantador de serpientes crea una esfera serpentina con un ojo luna
Y una boquilla de zampoña. Y luego toca. Toca el son verde. Toca el son agua.
Toca el son agua verde hasta que las aguas verdes se encrespan
Originando extensiones de alcacer[139], y lengüetas de tierra, y ondas enormes.
Y, cuando sus notas se enroscan verdes, el río verde
Adopta las formas que le transmiten sus canciones.
El encantador toca y se yergue un lugar, pero sin rocas,
Sin suelo: una oleada de lenguas de hierba titilantes
Soporta sus pies. Toca y origina un mundo de serpientes,
De ondulaciones y espirales, desde el fondo de su mente
Enraizada con serpientes. Y por eso ahora no se ve nada
Más que serpientes. Las escalas serpentinas se transforman
En hoja, se transforman en párpado; cuerpos de serpiente, rama, pecho
Arbóreo y humano. Y él, en este reino de serpientes,
Regula las contorsiones que ponen de manifiesto
Su serpentinidad y su poder con las flexibles melodías
Que surgen de su fina flauta. Surgiendo de este verde nido,
Como surgiendo del ombligo del Edén, se retuercen las líneas
De infinitas generaciones serpentinas: ¡Que haya serpientes!
Y serpientes hubo, las hay y las habrá, hasta que el flautista
Bostece de aburrimiento y, harto ya de su música,
Toque y devuelva el mundo a su estado primigenio
De tejido, de urdimbre de serpiente; que toque y funda esa tela de serpientes
Otra vez en aguas verdes, hasta que ninguna serpiente
Asome ya la cabeza, y esas verdes aguas vuelvan a ser
Sólo agua, sólo verde, nada semejante a una serpiente.
Entonces guardará su flauta y eclipsará las lunas de sus ojos.