Es un dios escalofriante, un dios de sombras
El que se eleva hasta el vaso desde sus negras profundidades.
En la ventana, los nonatos, los no hechos
Se congregan con la leve palidez de las polillas,
Con una envidiosa fosforescencia en sus alas.
Los bermellones, los bronces, los colores del sol
Que fulgen en la chimenea no los consolarán del todo.
Imagino su profunda ansia, profunda como la oscuridad,
Por el calor de la sangre que ellos bien podrían poner al rojo vivo o reclamar.
La boca de cristal succiona el calor de la sangre de mi dedo índice.
A cambio, el viejo dios babea, gota a gota, el flujo de sus palabras.
También él, el viejo dios, escribe poesía áurea
En modos deslucidos, desvariando entre los desechos,
Cronista imparcial de todo fétido declive.
La edad y las edades de la prosa han desatado
Su parlanchín torbellino, aplacado su excesivo temperamento
Cuando las palabras, como langostas, repiquetean en el aire al oscurecer
Y dejan que las mazorcas cascabeleen, roídas del todo.
Los cielos que antaño vestían una divina arrogancia azul
Se deshilachan sobre nosotros, descienden en forma de brumas
Adensadas con motas, para desposarse con el fango.
El viejo dios canta himnos en alabanza de la podrida reina
Con cabellos de azafrán que posee afrodisíacos más salados
Que las lágrimas de las vírgenes. Esa obscena reina de la muerte,
Cuyos agusanados mensajeros están en los huesos del dios.
Pero él sigue loando el flujo de ella, zumo de nectarina caliente.
Y yo veo al encendido bravucón, con su piel dura y tiesa, interpretar
La infinidad de pedernales que revuelve la hoja del arado
Como los ponderables indicios del amor de su reina.
El viejo dios piadoso, con mano temblorosa, no deletrea[136]
Ningún sucinto “Gabriel” con las letras de aquí
Sino, floridamente, sus nostalgias amorosas.