60. LAS MUSAS INQUIETANTES[127]

Madre, madre, ¿qué tía tan mal nacida

O qué prima tan desfigurada y repulsiva

Te llevó a cometer la necedad

De no invitarla a mi bautizo, al que ella

Mandó en su lugar a esas señoras[128]

Con cráneos como huevos de zurci que cabeceaban

Y cabeceaban sin parar arriba y abajo,

A un lado y al otro de mi cuna?

Madre, tú que inventabas a nuestra medida

Los cuentos de Mixie Blackshort[129], el heroico oso;

Tú, cuyas brujas siempre, siempre terminaban

En el horno transformadas en pan de jengibre,

Me pregunto si también las veías, si decías

Aquellas palabras para librarme de aquellas tres señoras

Que cabeceaban por la noche alrededor de mi lecho,

Sin boca, sin ojos, con el cráneo calvo y recosido.

Durante el huracán[130], mientras las doce ventanas

Del estudio de padre se hinchaban hacia dentro

Como burbujas a punto de estallar, tú nos dabas de comer

A mi hermano y a mí leche con cacao y galletas,

Y nos ayudabas a los dos a corear:

“Thor está enojado: ¡Bum, bum, bum!

Thor está enojado: ¡A la porra con él!”.

Pero aquellas señoras rompieron los cristales.

Cuando las compañeras del colegio bailaban

De puntillas, centelleando como cocuyos

Y cantando la canción de la luciérnaga, yo no podía

Levantar ni un pie con aquel vestido resplandeciente,

Y me quedaba a un lado, con mis pies de plomo,

En la sombra proyectada por aquellas madrinas

De tétricas cabezas, mientras tú gritabas y gritabas:

La sombra se alargaba, las luces se extinguían.

Madre, me obligaste a dar clases de piano[131],

Y alababas mis arabescos[132] y mis trinos,

Aunque todos los profesores hallaban mi manera de tocar

Extraña, rígida, antinatural, a pesar de las muchas escalas

Y de las muchas horas que practicaba, pues no tenía

El menor oído musical, no, y era incapaz de aprender.

Pero aprendí, querida madre, aprendí en otro lugar

Y de otras maestras: de esas musas que tú no contrataste.

Un día desperté para verte, madre,

Flotando encima de mí, por el aire más azul,

En un globo verde brillante, con un millón

De flores y de petirrojos azules que jamás,

Jamás ha visto nadie en ninguna parte.

Pero el pequeño planeta desapareció de repente

Como una pompa de jabón cuando tú gritaste: “¡Ven aquí!”.

Y yo volví a hacer frente a mis compañeras de viaje.

Día y noche, a los pies y a la cabecera, a ambos lados de la cama,

Las tres me vigilan vestidas con sus túnicas de piedra,

Sus rostros en blanco, como el día en que nací.

Sus sombras se alargan en el sol del ocaso

Que nunca se vuelve más brillante ni termina de ponerse.

Sí, éste es el reino al que me engendraste,

Madre, Madre. Pero no voy a fruncir el ceño

Para no desvelar la relación que mantengo[133].