Subimos a lo más alto del páramo
Atravesando la corriente caudalosa, teñida de verde, del aire
En el que las granjas de piedra zozobraban,
Los valles de pastos se transformaban
Bajo una luz que no era la del alba
Ni la del ocaso, nuestras manos, caras
Relucientes como porcelanas, exentas
De la demanda y del peso de la tierra.
Aquella transfiguración fue lo que impulsó
A los ocho peregrinos hacia su fuente,
Hacia aquella gran joya mostrada con frecuencia
Pero jamás entregada; oculta, aunque
A la vez vista
En lo alto del páramo, en el fondo del mar,
Reconocible tan sólo por esa luz
Diferente a la del mediodía, a la de la luna, las estrellas—
Mientras el camino antaño conocido devenía en otro
Completamente distinto, y nosotros también
Diversos[121], transformados, suspendidos allí
Donde se dice que hay ángeles, claramente
Flotando, entre las mesas y las sillas
Que flotan. La fuerza de la gravedad desaparece
En el ascenso y en el descenso, en la deriva
De un elemento más leve
Que la tierra, y no hay nada
Tan fino que no podamos hacerlo.
Pero acercarse significa distanciarse:
En el regreso a casa común,
La luz se retira. Las sillas, las mesas caen
De golpe: el cuerpo pesa como una roca.