Cocida en arcilla color sanguina, la cabeza de la modelo
No encajaba en ninguna parte: mezclada con polvo de ladrillo, los ojos ocultos
Bajo unos párpados densos, se erguía en el largo estante,
Sujetando impasible gruesos volúmenes de prosa: un remedo[114]
Cuajado de desprecio de su semblante. Lo mejor era deshacerse cuanto antes
De la ultrajante cabeza, arrojándola a la chimenea
O a la basura; pero ella se resistía a hacerlo.
Al parecer, no había lugar para que la efigie se las arreglase[115]
Libre de toda molestia. Los golfillos del barrio,
Buscando una mollera de sobra, al verla relucir,
Con su aire arisco y pomposo, encima de la escombrera,
Habrían podido hacerse con el trofeo,
Maltratar de manera ofensiva la cabeza de su rehén,
Y despertar la vena artera
Que une todo original a su tosca copia. Entonces ella pensó
Que aquel oscuro lago de montaña, plagado de gruesos aluviones
Y juncos requemados, podría ser el lugar exacto para ella:
Pero emergiendo de la acuosa gelatina, laureado de aletas,
El simulacro la miró de reojo, gesticulando
Lascivamente, y su coraje flaqueó: la dama
Se echó para atrás asustada, como quien se ahoga,
Y resolvió, con mayor ceremonia, colocar
La cabeza emuladora en un sauce ahorquillado, abovedado
De verde por el follaje: dejemos, pensó, que las aves
Con lengua de campana canturreen con sus plumas más negras
La reconversión, grano a grano,
De esta basta figura en la sencilla tierra que antaño fue,
Bajo este clima melodiosamente aburrido.
Pero el espantoso rostro siguió allí en el estante, como una reliquia
En su altar, por mucho que ella se retorcía las manos, lloraba y suplicaba: ¡Esfúmate!
Inconmovible y malhadada, escudriñaba descaradamente
A través de la grieta de la roca, la fisura del viento y la ola cerrada como un puño,
Esa antigua cabeza de bruja, demasiado bravucona como para intentar matarla
Con un cuchillo, negándose a reducir ni un ápice
Su basilisca mirada amorosa.