Aquel verano, nos instalamos en una villa rebosante de ecos,
Fría como el interior perlado de una concha.
Los cencerros, los cascos de las cabras piafadoras, negras, nos despertaban.
Rodeando nuestra cama, los muebles nobiliarios
Naufragaban en distintos niveles de luz verdemar y extraña.
Ni una sola hoja se arrugaba en aquel aire despejado.
Soñábamos con que éramos perfectos, y lo éramos.
Pegados a las desnudas paredes encaladas, los muebles
Anclaban en sí mismos, con sus patas de grifo de vetas oscuras.
Solos tú y yo, en aquella casona donde cabían diez más,
Nuestras pisadas se multiplicaban en las sombrías estancias,
Nuestras voces sondeaban un sonido más profundo:
La larga mesa de nogal, las doce sillas
Reflejaban los intrincados gestos de otros dos.
Pesadas como estatuas, esas figuras que no eran las nuestras
Interpretaban una pantomima en la madera pulida,
Aquel gabinete sin ventanas ni puertas:
Él estiraba un brazo para acercarla, pero ella
Lo rehuía pensando: tiene un carácter de hierro.
Él, al ver su frialdad, apartaba la vista. Y así se quedaban,
En una pose hierática, compungidos, como en una tragedia antigua
Empalidecidos por la luna e implacables, él y ella
Jamás se sentían aliviados, liberados. El ejemplo de ternura
Que les dábamos se abismaba en su purgatorio
Como un planeta, una piedra tragada por una inmensa oscuridad,
Sin dejar ninguna estela centelleante, sin provocar ninguna onda.
Por la noche, los dejábamos allí, en su lugar desierto.
Al apagar las luces, nos acechaban como perros, insomnes y envidiosos,
Mientras nosotros soñábamos sus discusiones, sus voces angustiadas.
Nosotros podíamos abrazarnos, pero ellos, los otros dos, nunca lo hacían,
Pues, a diferencia nuestra, siempre llegaban a un rígido impasse[111],
Agobiados de tal modo que, a su lado, parecíamos más ligeros—
Nosotros, los espectros de la casa, y ellos, de carne y hueso—,
Como si, por encima de la decadencia del amor[112], nosotros fuésemos
El paraíso con el que ellos, esos dos seres desesperados, soñaban.