52. SOBRE LA PLÉTORA DE DRÍADES[109]

Mientras oía a un santo blanco

Elogiar con entusiasmo una belleza quintaesencial

Que tan sólo puede ver el corazón excelso,

Puse a prueba mi visión fijándola en un manzano

Que, por su protuberancia y su verruga excéntricas,

Se había ganado todo mi amor.

Permanecí sentada, sin comer ni beber,

Privando de todo a mi fantasía,

Para descubrir ese Árbol metafísico que ocultaba

A mi mirada mundana su brillante veta

Oculta en lo más profundo de una madera

Tan gruesa que ningún hacha podría cortarla.

Pero antes de que pudiese cegar mi vista

Para ver únicamente con el alma inmaculada,

Cada uno de sus rasgos me arrebató sobremanera,

Cada marca, cada mancha se me hizo más hermosa

Que la carne de cualquier cuerpo

Luciendo las huellas del amor.

Por mucho que luchaba para abrirme paso

Entre aquella maraña centelleante de hojas

Que discutían agitadas en lenguas babélicas,

Por aquella corteza rayada y moteada de color ámbar,

Ningún rayo visionario atravesó

Mis densos párpados.

Al contrario: un traicionero acceso de sensualidad

Arrastró mis deslumbrados sentidos

Saciando vista, oído, tacto, gusto y olfato.

Y ahora, engatusada por ese arte milagroso,

Me subo al carrusel ardiente de la tierra

Día tras día,

Y, mientras ese polvo corrompe mis ojos,

Debo mirar a unas dríades indecentes menear

Sus sedas multicolores en el bosque sagrado

Hasta que no quede en él ningún árbol casto sino mancillado

Por el flujo de esos seductores

Rojos, verdes, azules.