Mientras oía a un santo blanco
Elogiar con entusiasmo una belleza quintaesencial
Que tan sólo puede ver el corazón excelso,
Puse a prueba mi visión fijándola en un manzano
Que, por su protuberancia y su verruga excéntricas,
Se había ganado todo mi amor.
Permanecí sentada, sin comer ni beber,
Privando de todo a mi fantasía,
Para descubrir ese Árbol metafísico que ocultaba
A mi mirada mundana su brillante veta
Oculta en lo más profundo de una madera
Tan gruesa que ningún hacha podría cortarla.
Pero antes de que pudiese cegar mi vista
Para ver únicamente con el alma inmaculada,
Cada uno de sus rasgos me arrebató sobremanera,
Cada marca, cada mancha se me hizo más hermosa
Que la carne de cualquier cuerpo
Luciendo las huellas del amor.
Por mucho que luchaba para abrirme paso
Entre aquella maraña centelleante de hojas
Que discutían agitadas en lenguas babélicas,
Por aquella corteza rayada y moteada de color ámbar,
Ningún rayo visionario atravesó
Mis densos párpados.
Al contrario: un traicionero acceso de sensualidad
Arrastró mis deslumbrados sentidos
Saciando vista, oído, tacto, gusto y olfato.
Y ahora, engatusada por ese arte milagroso,
Me subo al carrusel ardiente de la tierra
Día tras día,
Y, mientras ese polvo corrompe mis ojos,
Debo mirar a unas dríades indecentes menear
Sus sedas multicolores en el bosque sagrado
Hasta que no quede en él ningún árbol casto sino mancillado
Por el flujo de esos seductores
Rojos, verdes, azules.