51. SOBRE LA DIFICULTAD DE CONJURAR UNA DRÍADE

Buscando alguna presa entre el persistente

Batiburrillo de lápices despuntados, tazas de café

Decoradas con rosas, sellos de correo, el clamor y el griterío

De los libros apilados, el canto del gallo de la vecindad,

La multitud de impertinencias de todo tipo,

La mente jactanciosa

Desdeña las improvisadas

Peroratas del viento

Y lucha por imponer

Su propio orden a lo que existe.

“Con sólo mi fantasía”, alardea la importunada cabeza,

Arrogante entre los espacios con lengua de grajo,

Los prados de ovejas, la cascada con aletas,

“Provocaré una crisis que dejará sin sentido al cielo,

Enloquecerá con su imposible galimatías

A la trucha, al gallo, al carnero,

Que crecen tan panchos

Ante mi celosa mirada,

Autosuficientes

Como lo son”.

Pero ninguna verde patraña angelical

Adamasca con su brillo cegador el ojo raído:

“Mi problema, doctor, es que: veo un árbol,

Y ese condenado, escrupuloso árbol

No realiza ningún truco

Para embelecar a la vista;

P. ej., sesgando la luz,

Urdir una Dafne;

Pero no: mi árbol

Sigue siendo un árbol.

Por mucho que intento doblegar esa corteza,

Ese tronco, obstinados a mi dulce voluntad,

Ninguna figura luminosa se materializa

En miembros, ojos, labios radiantes,

Para engatusar a la sincera tierra que desprecia

Rotundamente ficciones

Tales como las ninfas;

La fría visión

No se deja embaucar

Con falsificaciones.

Seguro que en este otoño pródigo en sueños, algún hombre

Con ojos alunados, bendecido por las estrellas y con dotes de ilusionista,

Observa a la damisela que me ha dejado plantada,

La moneda que malgasté, el caudal de hojas doradas

Que perdí, y hasta el aire opulento

Corre tachonado de semillas,

Mientras este pobre cerebro mío,

En lugar de amasar fortuna,

Se limita a robar al follaje

Y a la hierba, lo poco que tienen”.