Dios sabe cómo haría nuestro vecino para criar
Esta bicha enorme:
Sea cual sea su efectivo truco, el hombre se lo guarda
Para sí, igual
Que guarda su puerca, oculta al ojo público,
A las competiciones de cerdos cuyo premio es una banda.
Pero, un atardecer, nuestras preguntas nos permitieron
Recorrer las laberínticas cuadras del granjero
Iluminadas por su linterna, hasta el dintel de la puerta desgonzada
De la pocilga, donde nos quedamos boquiabiertos:
Aquello no era una cerdita de porcelana rosa, decorada con flores
De espuela de caballero, y su ranura de marras, tamaño penique
Para los niños ahorradores, no; ni tampoco una cocha bobalicona
Dispuesta a berrear antes de ser
Glorificada por su excelente carne y su dorado y crujiente pellejo
En un halo de perejil;
Ni siquiera una de esas gorrinas comunes en cualquier pocilga,
Rebozada de fango, hecha un Cristo,
Ronzando cardos y centinodias con su morro de crucero[101] buscón,
Cántara de leche a rebosar
En movimiento, cercada de una camada de mamones provistos de mañosas pezuñas
Que no paran de chillar a su vieja barcaza
Que haga un alto para poder echar un trago en sus rosadas tetas. No. La vasta
Masa brobdingnaguiana[102]
De esta puerca yacía despanzurrada sobre aquel negro compost,
Con los ojos surcados de gruesas arrugas,
Como velados por un ensueño. ¡Qué visión mantendría así de absorta
A la colosal anciana! ¡Qué antigua vida de su puerca existencia
Estaría rememorando! Tal vez nuestro portento estuviese imaginando
Un caballero con yelmo y armadura,
Derribado de su caballo y despedazado en mitad del bosque del combate,
Y, a su lado, un jabalí de espantosas púas,
Lo bastante fabuloso como para montarla bien montada y apagar su ardor.
Pero en eso nuestro vecino silbó
Palmeando jocosamente el costado de su cántara,
Y ella, la cerda encastillada[103] en su verde soto,
Suspiró, desprendiéndose de su fantasía igual que de una gota de barro seco;
Muy despacio, gruñido
Tras gruñido, se irguió bajo la luz parpadeante, hasta conformar
Un monumento
De prodigiosa gula, si —como aquel verraco al que un día le dio
Por rehusar los bodrios cuaresmales
Que le arrojaban y, negándose a tragar otra cosa,
Consiguió zamparse
Los siete mares encubados y todos sus sísmicos continentes[104].