Llegados a un punto muerto, sus ejércitos se detuvieron, tambaleándose
Con sus estandartes: ella salió hecha una furia de aquel cuarto
Donde aún resonaban los insultos y las infamias,
Y lo dejó allí encolerizado, con el ceño fruncido,
Escrutando el fuego: “¡Ya puedes venir a buscarme!”, fue su última provocación.
Pero él no fue detrás
Sino que se sentó a custodiar su torva almena.
Junto al umbral, las margaritas de ella
Decapitadas por el invierno, consumidas hasta la médula,
Le aconsejaron que volviese dentro
Con diplomática y buena voluntad, en vez de internarse
Sin más en un paisaje
De colinas yermas, gradadas por el viento y revolcadas por la niebla;
Pero no: alejándose de la casa,
Obstinada como un espectro apremiado[95],
Toda altiva, cruzó la nieve del páramo
Hoyada por las garras del grajo y las patas del conejo —y no pensaba volver
Hasta ponerlo de rodillas, hasta ver cómo llamaba
A la policía para que, por Dios, la encontrara con sus sabuesos.
Alimentando su rabia
A través de los pelados y silbantes brezos, por encima de las cercas de rocas negras,
Llegó hasta el límite blanco del mundo,
Y clamó al mismísimo infierno para que reforzara su asedio
A fin de doblegar a aquel indómito ser.
Mas no fue un demonio de cola ahorquillada, escupiendo fuego
Y lava desde el cúmulo de nieve marmórea
Del páramo quien la obligó a bajar
De la cima de su orgullo,
Domándola con látigo y espuelas, sino un tremebundo y fornido
Gigante severo, un cadáver pálido
Que iba creciendo en la distancia con su hacha de piedra
Hasta rozar el cielo, con la barba revuelta
Y enharinada de nieve, y a cuyo paso
Los pájaros emboscados caían
Muertos por docenas entre los arbustos: ah, ella advirtió
Que no había ni una gota de amor en su mirada;
Peor aún: vio, guindando de aquel cinturón tachonado de clavos,
Los cráneos agavillados de varias mujeres,
Cuyas secas lenguas chasqueaban lastimeras sus culpas:
“Nuestro ingenio enloqueció
A los reyes y arrancó la virilidad[96] a sus hijos; nuestras artes
Divertían a las cortes: así, para jactancia nuestra,
Aguijoneamos[97] y redujimos estos miembros de acero”.
Destacando majestuoso entre la espesa niebla
Con sus chirlantes trofeos, el gigante no cesaba de bramar.
Moviéndose a un lado y a otro,
Ella esquivó sus hachazos: ¡un siseo blanco!, y el gigante, al perseguirla,
Se deshizo en humo.
Humillada entonces, llorando,
La joven emprendió el camino de regreso, rebosante de amables palabras,
Obediente y sumisa, como una seda.