45. EL MUÑECO DE NIEVE EN EL PÁRAMO[94]

Llegados a un punto muerto, sus ejércitos se detuvieron, tambaleándose

Con sus estandartes: ella salió hecha una furia de aquel cuarto

Donde aún resonaban los insultos y las infamias,

Y lo dejó allí encolerizado, con el ceño fruncido,

Escrutando el fuego: “¡Ya puedes venir a buscarme!”, fue su última provocación.

Pero él no fue detrás

Sino que se sentó a custodiar su torva almena.

Junto al umbral, las margaritas de ella

Decapitadas por el invierno, consumidas hasta la médula,

Le aconsejaron que volviese dentro

Con diplomática y buena voluntad, en vez de internarse

Sin más en un paisaje

De colinas yermas, gradadas por el viento y revolcadas por la niebla;

Pero no: alejándose de la casa,

Obstinada como un espectro apremiado[95],

Toda altiva, cruzó la nieve del páramo

Hoyada por las garras del grajo y las patas del conejo —y no pensaba volver

Hasta ponerlo de rodillas, hasta ver cómo llamaba

A la policía para que, por Dios, la encontrara con sus sabuesos.

Alimentando su rabia

A través de los pelados y silbantes brezos, por encima de las cercas de rocas negras,

Llegó hasta el límite blanco del mundo,

Y clamó al mismísimo infierno para que reforzara su asedio

A fin de doblegar a aquel indómito ser.

Mas no fue un demonio de cola ahorquillada, escupiendo fuego

Y lava desde el cúmulo de nieve marmórea

Del páramo quien la obligó a bajar

De la cima de su orgullo,

Domándola con látigo y espuelas, sino un tremebundo y fornido

Gigante severo, un cadáver pálido

Que iba creciendo en la distancia con su hacha de piedra

Hasta rozar el cielo, con la barba revuelta

Y enharinada de nieve, y a cuyo paso

Los pájaros emboscados caían

Muertos por docenas entre los arbustos: ah, ella advirtió

Que no había ni una gota de amor en su mirada;

Peor aún: vio, guindando de aquel cinturón tachonado de clavos,

Los cráneos agavillados de varias mujeres,

Cuyas secas lenguas chasqueaban lastimeras sus culpas:

“Nuestro ingenio enloqueció

A los reyes y arrancó la virilidad[96] a sus hijos; nuestras artes

Divertían a las cortes: así, para jactancia nuestra,

Aguijoneamos[97] y redujimos estos miembros de acero”.

Destacando majestuoso entre la espesa niebla

Con sus chirlantes trofeos, el gigante no cesaba de bramar.

Moviéndose a un lado y a otro,

Ella esquivó sus hachazos: ¡un siseo blanco!, y el gigante, al perseguirla,

Se deshizo en humo.

Humillada entonces, llorando,

La joven emprendió el camino de regreso, rebosante de amables palabras,

Obediente y sumisa, como una seda.