Encorvado en lo alto de una rama firme,
Empapado por la lluvia, un grajo negro
Ordena y reordena sus plumas.
Ya no espero ningún milagro
Ni un accidente
Que encienda la vista de mis ojos,
Ni tampoco busco ningún designio
En este tiempo inestable, sino que me limito
A dejar caer las hojas moteadas a su antojo,
Sin ninguna ceremonia, sin ansiar ningún portento.
Aunque, lo admito, de vez en cuando
Deseo oír alguna réplica
Del cielo mudo, lo cierto es que no puedo quejarme:
Una cierta luz menor puede surgir
Aún incandescente
De la mesa o de la silla de la cocina,
Como si un fuego celestial se apoderase
A veces de los objetos más obtusos,
Consagrando así un intervalo
De otro modo inconsecuente,
Confiriéndole honor, generosidad,
Incluso amor, podríamos decir. En cualquier caso, ahora camino
Con cautela (pues algo podría suceder
Incluso en este ruinoso, deprimente paisaje); con escepticismo
Mas también con prudencia, pues ignoro
Si algún ángel ha decidido flamear
De repente junto a mí. Tan sólo sé que un grajo
Ordenando sus plumas negras puede brillar tanto
Como para adueñarse de mis sentidos, obligarme
A alzar los párpados y concederme
Un breve respiro frente a mi miedo
A la absoluta neutralidad. Con un poco de suerte,
Si consigo atravesar esta ardua
Y fatigosa estación, podré
Reunir toda clase
De cosas. Los milagros ocurren,
Si es que se puede llamar milagros a esas espasmódicas,
Radiantes ilusiones de dicha. La espera ha comenzado
De nuevo, la larga espera por el ángel[92],
Por ese raro y azaroso descenso.