Gerd[87] se sienta en su oscura carpa,
Con sus piernas largas, su cara enjuta y bronceada
Por las estaciones, su piel ajada hasta los nudillos
Por tan duro oficio; la bola pulida, sin mancillar
Por el tiempo, contiene fuego[88] en sus manos, una lente
Que fusiona los tres horizontes del tiempo.
Entran dos personas a recurrir a su visión, una pareja
Novicia, recién salida de sus votos: “Venimos
A que nos digas qué tal nos irá juntos,
Si bien o mal”. Gerd mira de reojo a los dos, y, ellos,
Con más afecto, se miran, se preparan para el chaparrón.
Lentamente, Gerd gira la bola:
“Veo dos manzanos firmes, robustos,
Unidos por sus ramas entrelazadas,
Y, brotando a su alrededor, varios
Vástagos fuertes; a esta casa, los días prósperos
Traerán un incremento de la cosecha, y su fruto
Proseguirá con el viento favorable”.
“¿Y no habrá ninguna penalidad?”, pregunta él. “Afrontaremos
Cualquier prueba que se nos presente, así que dinos la verdad”.
Su esposa refrenda sus palabras. Y, en eso,
Gerd vuelve a girar la bola llameante: “Una fuerte tormenta”, confiesa,
“Puede causar estragos en los tiernos renuevos, y, sin embargo,
Fortalecer así todo el huerto”.
Tras pagar lo poco que les pide, los recién casados
Pasean bajo el aire rico en sol, con prisa
Por saborear su momento de florecer.
A lo lejos acurrucada. como una momia, Gerd escudriña
El cuarzo clarividente que, una vez, por expreso deseo suyo,
Demandó su primer y sencillo escrutinio a cambio de otro más severo.
Por entonces, cuando era una joven hombruna y osada que deambulaba
A sus anchas, Gerd había deseado poseer una visión más amplia
Que la que le concede a una mujer su propia agudeza: para prever
La fe de su amante y su futuro en común, encaró
La maldición de la Iglesia, a fin de conocer esa fórmula sacrílega
Mediante la cual se conjura la ayuda de un demonio.
Un relámpago semejante a la grieta del destino desgarró la noche:
La obra de Dios quedó anclada en aquel resplandor
En el que todos los soles diarios del tiempo se concentraron en uno
Para que Gerd la mendiga pudiese apuntar su mirada
Hacia aquellas visiones de Gorgona capaces de petrificar
Los corazones de aquellos que atravesaron el carozo del tiempo.
Lo que Gerd vio entonces quedó grabado en su mente
Carcomida, como la luna, por una plaga: cada brote
Se ajó hasta volverse cenizas nada más nacer,
Cada amor ardió cegadoramente hasta su destripado fin
Y, fijada en el centro del cristal, sonriendo con una mueca feroz,
La cabeza de la muerte perenne de la tierra.