42. LA VIDENTE[86]

Gerd[87] se sienta en su oscura carpa,

Con sus piernas largas, su cara enjuta y bronceada

Por las estaciones, su piel ajada hasta los nudillos

Por tan duro oficio; la bola pulida, sin mancillar

Por el tiempo, contiene fuego[88] en sus manos, una lente

Que fusiona los tres horizontes del tiempo.

Entran dos personas a recurrir a su visión, una pareja

Novicia, recién salida de sus votos: “Venimos

A que nos digas qué tal nos irá juntos,

Si bien o mal”. Gerd mira de reojo a los dos, y, ellos,

Con más afecto, se miran, se preparan para el chaparrón.

Lentamente, Gerd gira la bola:

“Veo dos manzanos firmes, robustos,

Unidos por sus ramas entrelazadas,

Y, brotando a su alrededor, varios

Vástagos fuertes; a esta casa, los días prósperos

Traerán un incremento de la cosecha, y su fruto

Proseguirá con el viento favorable”.

“¿Y no habrá ninguna penalidad?”, pregunta él. “Afrontaremos

Cualquier prueba que se nos presente, así que dinos la verdad”.

Su esposa refrenda sus palabras. Y, en eso,

Gerd vuelve a girar la bola llameante: “Una fuerte tormenta”, confiesa,

“Puede causar estragos en los tiernos renuevos, y, sin embargo,

Fortalecer así todo el huerto”.

Tras pagar lo poco que les pide, los recién casados

Pasean bajo el aire rico en sol, con prisa

Por saborear su momento de florecer.

A lo lejos acurrucada. como una momia, Gerd escudriña

El cuarzo clarividente que, una vez, por expreso deseo suyo,

Demandó su primer y sencillo escrutinio a cambio de otro más severo.

Por entonces, cuando era una joven hombruna y osada que deambulaba

A sus anchas, Gerd había deseado poseer una visión más amplia

Que la que le concede a una mujer su propia agudeza: para prever

La fe de su amante y su futuro en común, encaró

La maldición de la Iglesia, a fin de conocer esa fórmula sacrílega

Mediante la cual se conjura la ayuda de un demonio.

Un relámpago semejante a la grieta del destino desgarró la noche:

La obra de Dios quedó anclada en aquel resplandor

En el que todos los soles diarios del tiempo se concentraron en uno

Para que Gerd la mendiga pudiese apuntar su mirada

Hacia aquellas visiones de Gorgona capaces de petrificar

Los corazones de aquellos que atravesaron el carozo del tiempo.

Lo que Gerd vio entonces quedó grabado en su mente

Carcomida, como la luna, por una plaga: cada brote

Se ajó hasta volverse cenizas nada más nacer,

Cada amor ardió cegadoramente hasta su destripado fin

Y, fijada en el centro del cristal, sonriendo con una mueca feroz,

La cabeza de la muerte perenne de la tierra.