Anansi, negro entrometido de las leyendas populares,
Sales correteando a toda prisa, impulsado
Por tu propio interés, directo y contundente
Como un mazo de hierro o el puño de un hombre—
Aunque dicen que eres el más listo
De los demonios— a montar tus juergas:
Tejes tu red cósmica, mirando de soslayo desde su centro.
El verano pasado me topé con tu primo español,
El insigne Asaltador[70],
Tras la cabaña de un cabrero:
Cerca de su minúsculo Stonehenge, sobre la ruta de las hormigas.
Tres veces más grande que una de ellas, una mancha con patas largas,
Cazó a una infeliz con su lazo
Casi invisible. Rodeando la ladera
De su reducto, fue soltando su flexible filamento,
Enrollando en cada vuelta aquella hormiga
Cada vez más asfixiada en su capullo,
Velando aquella bobina de piedra gris
En cuyos anillos concéntricos las hormigas apresadas agitaban las patas
En agónica señal de aviso, o yacían ya inertes,
Mientras sus compañeras más vivas luchaban por liberarse.
Luego escaló con energía su altar escalonado de víctimas,
Cabeceando con una somnolencia
Que horrorizaba al testigo,
Y allí en lo alto, contemplando aquella salvaje perspectiva, eligió
A la siguiente mártir de la cruda causa
De la concupiscencia. Una vez más,
Con esa negra presteza innata, ató a su prisionera.
Las hormigas —una fila de viajeras llegando y partiendo—
Perseveraban en el rumbo marcado
Sin inmutarse, sin el menor escrúpulo,
Obedeciendo las órdenes de su instinto hasta ser barridas
Del escenario e infamemente atadas,
Liquidadas por aquel vigoroso deus
Ex machina. Y ni siquiera eso parecía disuadirlas.