33. LOS MENDIGOS

Ni el anochecer ni las frías miradas desalientan

A estos trágicos[68] con aspecto de cabra que pregonan

El infortunio como si vendieran higos o pollos,

Y que, despotricando contra cada uno de sus días,

Maldicen el parcial, arbitrario juicio de la naturaleza.

Bajo una pared blanca y una ventana morisca

Hacen muecas de sincera aflicción, degradados por el tiempo,

Caricaturas de sí mismos que viven a costa

De las monedas de la piedad. Al azar,

Uno de ellos se coloca entre los huevos y las hogazas,

Sosteniendo el muñón de su pierna en una muleta,

Agitando su taza de estaño ante las amas de casa.

Con sus pérdidas y sus carencias, estos mendigos abusan

De las almas más tiernas que las suyas,

Endurecidas por un tipo de sufrimiento incomprensible

Para las conciencias más delicadas.

El ocaso oscurece

El puro, exorbitante azul de la bahía,

La casa blanca y los almendros. Los mendigos

Sobreviven a su maléfica estrella,

Con su sarcasmo y su pérfido brío desconciertan

A la oscuridad, a la mirada que los compadece.