Este sueño brotó brillante, orlado de hojas,
Con un aíre nítido, como cribado por los ángeles: ella había vuelto,
Sucia y herida después de sus tediosos peregrinajes,
A la antigua casa de aquella ciudad costera donde viviera de niña.
Descalza, se detuvo un instante, sobrecogida por el regreso,
Junto a la casa de un vecino que tenía
Las tejas relucientes como el cristal
Y las persianas bajadas en aquel día caluroso.
Ningún cambio la aguardaba: el jardín de la terraza que,
Durante todo el verano, olía a alquitrán derretido, descendía igual,
En picado, hasta sumergirse en el azul; avivada por el intenso calor,
Toda la escena destellaba, dándole la bienvenida a la errabunda.
Recortadas contra el cielo, las gaviotas planeaban en círculos mudos
Sobre el remanso de la marea, donde tres niños jugaban
En silencio y brillando en una roca verde posada en el cieno,
Disfrutando su fabuloso e interminable apogeo.
En aquella resbaladiza roca, una delicada goleta con la proa engalanada
De berberechos, los niños navegaron hasta que la espuma de la marea
Les cubrió los tobillos y el hermoso barco se hundió al sonar
La campana avisando a sus tripulantes de que era la hora de comer.
Arrancada otra vez, de golpe, de aquella lejana inocencia,
Ella, con su raído atuendo de viajera, empezó a caminar
Anhelante hacia el agua, cuando de pronto, para su gran agravio,
Emergieron del oscuro limo los mariscadores de almejas.
Siniestros como gárgolas a causa de los años que llevan acuclillados
En la orilla, aguardando, entre la maleza y los despojos traídos por las olas,
Atrapar a esa joven descarriada al primer impulso amoroso que sintiese,
Avanzan ahora con estacas y horquillas, con sus ojos de pedernal clavados ya en la víctima.