Cruzando un paisaje densamente helado,
Esta bruja avanza oculta, con los dedos encorvados,
Como sorprendida en un medio peligroso que,
Por el mero hecho de prolongarse,
Podría atarla al firmamento.
En el ángulo envidioso de su ojo,
Las patas del cuervo imitan las nervaduras de la hoja manchada;
La fría mirada de reojo roba su color al cielo; mientras el rumor
De las campanas convoca a los devotos, la lengua
De la bruja increpa al cuervo
Que corta el pelaje del aire
Por encima del muladar de su cráneo; no hay cuchillo
Que pueda rivalizar con esa aguzada vista que adivina que la vanidad
Acecha a las muchachas sencillas, devotas de la iglesia,
Y que el horno del corazón
Anhela más que nada cocer una masa
Preparada para extraviar a cualquier boba enamoriscada,
Dispuesta a derrochar, por una baratija,
Durante las horas del búho, en una cama de helechos,
Su carne impenitente.
Contra los rezos de las vírgenes,
Esta hechicera sabe poner suficientes espejos
Como para distraer al pensamiento de la belleza;
Las enfermas de amor gustan al principio de la canción,
Las chicas vanas se sienten impulsadas
A creer que no existen más llamas
Que las que inflaman su corazón, y que no hay libro que demuestre
Que el sol eleva el alma, una vez cerrados los párpados;
Por eso lo legan todo al rey de la negrura.
La peor de las cerdas
Rivaliza con la mejor de las reinas
Sobre el derecho a proclamarse la esposa de Satán;
Alojados en la tierra, esos millones de novias acaban dando alaridos.
Algunas arden rápido, otras, más despacio,
Atadas a la estaca del aquelarre del orgullo.