From the Pain comes the Dream
From the Dream comes the Vision
From the Vision comes the People
From the People comes the Power
From this Power comes the Change
Peter Gabriel
Esta versión en castellano de la obra poética de Sylvia Plath sigue, al pie de la letra, la edición de los Collected Poems que en su día preparó Ted Hughes para la editorial Faber & Faber. Salvo en dos detalles: a) que, además de las de Hughes, hemos incluido las notas correspondientes a la traducción en sí y a la bibliografía consultada para hacerla; y b) que hemos corregido las erratas que, a lo largo de las décadas, y pese a las muchas reimpresiones que este poemario (uno de los más vendidos de la segunda mitad del siglo XX) tuvo y tendrá, continuaron apareciendo hasta ahora. En este sentido, la “edición restaurada” de Ariel, preparada y publicada por la pintora y poeta Frieda Hughes en el año 2004, nos fue de gran ayuda, aunque, por desgracia, no eran ésos los únicos poemas que arrastraban erratas.
Este trabajo me ha dado innumerables quebraderos de cabeza pero también algunas de las mayores satisfacciones estéticas que he experimentado hasta ahora. Desde muy joven, casi desde que empecé a escribir y a traducir simultáneamente, mi doble admiración por la obra de Sylvia Plath y la de Ted Hughes no ha hecho sino medrar, y, en relación a la primera, esta traducción me ha servido para constatar lo que siempre he creído: que Sylvia Plath fue, en efecto, «a genious of a writer»; que su obra está muy por encima de su mito, y que su muerte supuso una pérdida inmensa para los amantes de la Poesía con mayúscula. Así de claro.
Mas, por otra parte, el resultado de este proceso de absoluta reinmersión en el corpus biográfico y literario de esta creadora genial me ha procurado muchas sorpresas. Sorpresas que, a su vez, me han servido para constatar lo que siempre había intuido: que la mayoría de las “verdades” que corren sobre Sylvia Plath son “verdades a medias” —y algunas puras falacias. Lo cierto es que es difícil hallar en la historia de la literatura una personalidad, una obra, una vida y una muerte tan desfiguradas, tan manipuladas como las de Sylvia Plath. Sobre ellas se ha dicho de todo, y de cualquier manera. Y, como se ha dicho de todo, quienes afirman o niegan cosas sobre ellas siempre tienen, en mayor o menor medida, algo de razón. Pero ¡cuánto, cuánto también de sin-razón! Todos los críticos, todos los lectores, todos los fans han hecho de la capa de Plath su sayo. Y todos, salvo contadísimas excepciones, cometiendo, a mi juicio, el mismo error.
El paradigma suele ser éste. El biógrafo o la biógrafa, el crítico o la crítica en cuestión, expone una hipótesis que, al principio, sí parece tener cierto xeito (como decimos en gallego), cierta gracia, cierto sentido. Pero, luego, poco a poco, las hipotéticas “pruebas” se acaban, y los estudiosos, encerrados en el callejón sin salida que ellos mismos han construido, se ven forzados a defender cosas que, a la luz de los textos —las auténticas evidencias—, son indefendibles. Peor aún: para poder demostrar esas tesis finalmente indemostrables, los especialistas acostumbran a medir sus “datos” por un doble rasero, el cual, dependiendo de la simpatía o la antipatía que sientan los medidores hacia ellos, transforma lo positivo en negativo, y lo negativo en positivo. ¿La relación creativa que mantuvieron Sylvia Plath y Ted Hughes fue tan fecunda, tan cristalizadora como ellos mismos aseveraron? Pues depende… de quien siente cátedra al respecto. Si quien lo hace defiende una tesis con la que pretende machacar a her husband y lo que, a sus ojos, éste representaba (la sociedad machista, patriarcal de los años cuarenta y cincuenta), entonces Plath, la muy ingenua, fue “víctima” de su propia infatuation, y “lo único verdadero” en su amor fue su situación de absoluto sometimiento a la voluntad de su castrador marido, quien, lejos de querer ayudarla a salir de sus impasses o a ser ella misma, la constriñó y se aprovechó cuanto pudo para abrirse camino en el mundillo literario. En una palabra: la “vampirizó” antes de dejarla tirada. Como el “nazi” de su padre.
No exagero, créanme. La tragedia “Sylvia Plath” produjo un fenómeno casi patológico: algo tan infrecuente, tan anormal que a veces semeja una rara enfermedad. Tal vez porque, como tal fenómeno, es algo “que vende” y, en consecuencia, “da prestigio” en nuestro mundo capitalista. Satirizando un poco la cuestión (aunque sin ánimo alguno de ofender a nadie), podríamos decir que la mayoría de la crítica plathiana se ha ido generando hasta el momento de la siguiente manera. Un día, un flamante licenciado (pongamos que de alguna de aquellas “viejas” carreras nuestras: filología, psicología, sociología…) “descubre” que esa poeta que tanto lo atrae utilizaba “muchas veces” la palabra black, y encima “pluralizándola”. Tras lo cual, lógicamente, el aspirante a especialista coliga que su admirada Sylvia Plath “odiaba a los negros”. «Hete aquí, señoras y señores, la verdadera razón de su suicidio», clama. «Su racismo inconsciente, reprimido, la impulsó a matarse, asfixiada por un sentimiento de culpa: de ahí el gas». Y, entonces, para demostrar su teoría, se dedica a reformular todas y cada una de las palabras que dijeron y escribieron tanto la susodicha como aquéllos que la conocieron y que no la conocieron, aunque para ello tenga que negarlas, obviarlas o trastocarlas descaradamente. Pero la cosa no acaba ahí, pues enseguida aparece otro nuevo aspirante a catedrático dispuesto a rebatir al anterior, aunque para ello tenga que demostrar que Sylvia Plath, pese a las fotos que conservamos de ella, «era, en realidad, negra». (O, por lo menos, «deseaba serlo, inconscientemente»). ¡Y todo por no molestarse en consultar el Thesaurus al que ella vivía pegada! Pues en él aparece claramente esa acepción de blacks que Plath utilizó en varios poemas y que a ellos les dio tantísimo que elucubrar: “Clothing of the darkest hue, especially such clothing worn for mourning. O sea, “traje o vestido de luto”.
Pero así es: así de denso, así de viciado flota el aire en los departamentos donde se hace y se deshace, se descompone y recompone la leyenda de Sylvia Plath. Y ello le pasa incluso a los escasos críticos con los que yo, personalmente, coincido —empezando por el propio Hughes. Yo también creo, por ejemplo, que Sylvia Plath, lejos de ser una mera poeta “confesional” o “de la experiencia” (a la manera de Lowell o de Sexton), es una poeta visionaria (a la manera de Blake o de Yeats, y, desde luego, tan trabajadora como ellos, en todos los sentidos). Una poeta que, en sus mejores momentos, trasciende la pura anécdota biográfica de la que parte, otorgándole a su vivencia un carácter universal[5]. Pero de ahí a ver en su suicidio un “acto cenital de trascendencia” hay un abismo insalvable: el de su desesperación. Estoy de acuerdo, sí, con Hughes y los que opinan como él en que Plath «era capaz de acceder, libre y controladamente» a esos abismos a los que sólo suelen lanzarse los chamanes y los místicos: «Su poesía escapa al análisis ordinario del mismo modo en que lo hacen la clarividencia y la capacidad mediúmnica: sus dones psíquicos eran, casi siempre, lo bastante intensos como para que ella misma deseara a veces deshacerse de ellos». Seguro. Pero intentar demostrar eso basándose en todos los poemas de la escritora es absurdo: una tarea abocada al fracaso. A fin de cuentas estamos hablando —¡por Dios!— de una mujer que murió con tan sólo treinta años, y que, a pesar de llevar escribiendo y publicando desde los nueve, acababa de encontrar su propio cerne. Por este motivo resulta igual de injusto descalificar, como hacen muchos “enemigos” suyos —que también son legión—, la obra de Sylvia Plath comparándola con la de otros poetas que tuvieron una vida mucho más larga y fructífera. Esos rabiosos, en vez de dedicarse a difamarla, más bien deberían pensar: ¿Cuántos grandes poetas del siglo XX alcanzaron el nivel de talento, la altura lírica que consiguió Plath en su brevísima existencia? ¿En qué habría quedado la obra de Seamus Heaney o de Adrienne Rich, la de Vicente Aleixandre o la de Antonio Gamoneda de haber muerto a los treinta? Desde luego, la estimación que ahora sentimos por ellas no sería la misma.
Con esto no quiero decir que debamos mostrarnos “comprensivos” o “misericordiosos” con la “esquizofrénica”, la “neurótica” o —sin más— “la loca” de Plath[6]. Al contrario: este libro desmiente, cuando menos a mis ojos, todas las patrañas que se han venido vertiendo sobre su cadáver. Son muchas, y aún colean, pero hay dos que me irritan especialmente. Sylvia Plath era una poeta abocada al suicidio desde la muerte de su padre (la dichosa «Boca de Sombra» a la que todos dan de comer). Falso. A diferencia, por ejemplo, de Anne Sexton —que sí se entregó a su propio culto funesto—, Plath fue una tremenda luchadora que, por encima de todo, ansiaba ser feliz: amando, trabajando, criando a sus hijos y colaborando, en la medida de sus posibilidades, a transformar la sociedad. Una persona que, consciente del trauma que pesaba sobre ella, así como de la ira, del bloqueo, de las diversas pulsiones enfrentadas que aquella fractura de la infancia seguía generando en su interior, hizo y escribió todo cuanto pudo para salir adelante. Y, salvo en dos ocasiones, siempre con éxito, tal y como lo demuestra su brillantísima trayectoria profesional. Pero ese «invierno terrible» del que habla Rilke en los Sonetos a Orfeo; aquel álgido y caótico invierno de 1962-63, henchido de vacío y de desamor, pudo más que ella, al final.
La otra calumnia que continúa repitiéndose aún hoy es que Sylvia Plath debe toda su fama a eso: al hecho de haber perdido su guerra psicológica. O, como mucho, a tres o cuatro poemas de Ariel. Falso también. En vida, Sylvia Plath llevaba años publicando en las mejores revistas poéticas del ámbito anglosajón; los dos únicos libros que llegó a sacar tuvieron unas críticas mucho más elogiosas de lo habitual[7], y alguna de ellas no sólo la incluía ya entre las grandes poetas de su generación sino que la comparaba con la mismísima Emily Dickinson (una de sus dos “madres literarias”, junto con Virginia Woolf). Pero además, tal y como podrá comprobar el lector o la lectora que se asome a esta vertiginosa pero apasionante falla, ya en su segunda etapa, la que va desde 1956 a 1960, Plath había escrito, cuando menos, una veintena de poemas incontestables: tan buenos o más que los de sus maestros. ¿Qué “Poema para un cumpleaños” tiene influencia de Theodore Roethke? Cierto, pero ¡cuán lejos está de él ese viaje al subsuelo, compuesto por siete poemas, cada cual más fascinante! Y lo mismo, insisto, se puede aseverar de otras muchas piezas de ese período.
Al acercarnos, pues, a la poesía de Sylvia Plath, conviene recordar una obviedad que, sin embargo, olvidan la mayoría de sus lectores y de sus estudiosos. Esto es: que si bien el hecho de conocer los detalles de su vida (engastados, ciertamente, en sus joyas más valiosas) ayuda a comprender y a “traducir” sus poemas, ello no explica, en modo alguno, el poderío de éstos. «En Plath es importante separar», como afirma Judith Kroll, poeta y ensayista, «el logro estético de sus poemas de su biografía», de la cual no dependen ni en la forma ni en el fondo. «Desde luego, uno puede leer esta obra como una biografía o “confesión”, simplemente para “conocer la historia”, “saber lo que le ocurrió a la poeta”; pero al hacerlo […] uno está prejuzgando lo que está leyendo (“la vida de una suicida”, “una escritora genial explotada por el machismo”)», y, peor aún, «está perdiéndose otros significados» mucho más relevantes que el mero aspecto “rosa” o “sensacionalista” —tan explotado por algunos y algunas en el caso de nuestra autora. Plath, como Trakl o Pizarnik, no debe, no, su fama al hecho de haberse quitado la vida sino a que en su obra «los acontecimientos están absorbidos, transfigurados por la función universalizadora del mito», y a que fue «una poeta cuya imaginación, inteligencia, lenguaje, oficio y apertura al inconsciente alcanzaron un extraordinario grado de desarrollo[8]». Virtudes que tan sólo se pueden hallar en los y las grandes creadores/as.
Por todo esto que acabo de escribir; porque sé que, pese a ella y su familia, Sylvia Plath devino, en efecto, en un mito, y un mito, además, en el que resuenan varios mitos de la Antigüedad (Electra, Medea, Eurídice, Isis, Ishtar…), soy consciente de que ésta es una de las traducciones más importantes que he hecho y haré. A partir de las pesquisas que el editor y yo realizamos, creemos que ésta es la primera versión de la Poesía Completa de Sylvia Plath que ve la luz en el ámbito hispanoamericano, y la segunda, strictu senso, que se publica en el mundo[9]. En consecuencia, me hace muy feliz saber que voy a hacer felices a miles de personas, no sólo en España sino también en Latinoamérica. Ya que ésas, a fin de cuentas, son las únicas recompensas con las que contamos los traductores: la dicha propia y la ajena.
Ningún traductor es infalible, abofé, y, aunque yo he puesto todos mis sentidos, toda mi mente y todo mi corazón en esta labor crucial para mí por muchos motivos, a fin de desentrañar, poéticamente, los incontables pasajes herméticos que contiene la obra de Sylvia Plath, seguro que he cometido algún fallo. Por eso, aún no doy por terminada esta versión (como ninguna de la treintena que ya he iniciado); por eso, confío en seguir revisándola y, por eso, invito a todas las lectoras y a todos los lectores que crean descubrir algún error o, simplemente, una manera mejor de traducir este o aquel verso, este o aquel poema, a que, por favor, me lo hagan saber a través de la página web de la editorial, dando por sentado que tendré muy en cuenta su opinión.
Finalmente, es mi deber, sin duda, dar las gracias a Pepo Paz y a Manuel Rico por haber aceptado esta propuesta y por el enorme esfuerzo que hicieron, a todos los niveles, para que la Poesía Completa de Sylvia Plath existiese al fin en castellano. Estoy en deuda con todas las traductoras y todos los traductores que aparecen citados en la bibliografía, quienes, con sus inevitables errores y sus indudables aciertos, me pasaron este testigo que yo me atrevo a legar ahora. En especial, deseo agradecer a Jordi Doce y a Alejandro Valero, dos de los mejores poetas-traductores de mi generación (rebosante, ya en sí, de ellos y de ellas) sus consejos, sus versiones y sus “vistazos”, por no hablar del tiempo que se hurtaron para mí.
Asieu.
Xoán Abeleira,
A Coruña (Torre de Crunnia, Torre del Sol),
en sus más de ochocientos aniversarios,
24 de septiembre de 2008