CAPÍTULO 60
La ventana frustrante

La ventana frustrante no es otra que la pantalla del ordenador al servicio del voyeur que cada hijo de vecino llevamos dentro. Antes de Internet, el acceso a contenidos sexuales (material porno, contactos anónimos, ligoteo, etc.) se limitaba a un porcentaje reducidísimo de la población quizá inferior al cinco por ciento. Había postales, fotos e incluso películas pornográficas, pero el material era escaso y caro y prácticamente se mantenía fuera del alcance del gran público[539]. Muerto Franco, desapareció la censura y se abrieron algunas salas de cine X, de contenido pornográfico, que tuvieron una existencia efímera: enseguida se convirtieron en coto de pervertidos, prostitutas y chaperos en busca de clientela y eso ahuyentó a la afición. La llegada del vídeo mejoró algo las cosas: se podían alquilar películas pornográficas si uno no temía la mirada cínica de la chica que atendía el mostrador.

¿La isla de las pichas ardientes? —repetía indiscretamente la taimada al tiempo que hacía estallar la pompa de chicle—. ¿No la alquiló ya la semana pasada, don Romualdo? ¡Ah, no! Ahora que me acuerdo, la que se llevó fue: Coños calientes en Sodoma.

Uno se sentía vigilado. Cambiabas de videoclub y, al hacerte la ficha, el empleado te comentaba:

—Veo en el registro centralizado que es usted socio de otros tres videoclubs del barrio. Sale aquí en la pantalla. No se preocupe: la base de datos central saca siempre el listado de las películas que ha visto. Así evitará repetir. Por cierto, detecto que le va el sadomaso. Allí, en la sección Mazmorra y Grilletes, tiene usted lo último de Katy Succionatrix: Rambonabo en la jungla de los conejos húmedos.

No. En los videoclubs no había manera de mantener cierto discreto anonimato. Un empleado coincidía contigo en la farmacia:

—Hombre, don Romualdo. ¿Qué, comprando condones? Pásese por el videoclub que ya han devuelto Caray con el mayordomo, qué largo tiene el maromo. Se la he apartado.

Tuvo que llegar Internet con la tarifa plana para garantizar a la afición el perfecto anonimato[540]. Desde que existe Internet y hay ordenadores personales en un 90 por ciento de los hogares españoles (y oficinas, ministerios, despachos, seminarios, prisiones, oenegés, conventos, cuarteles y hospitales), todo el mundo tiene acceso a ese gigantesco mercado del sexo que abarca el mundo entero: el obispo que regresa agotado de una sesión de la Conferencia Episcopal se sirve un whisky, se arrellana en el sofá chester de cuero bajo el despellejamiento de san Bartolomé, escuela de Ribera, y navega un poco por el canal Zona Venus Verrionda (ZW) para relajarse con una pajita antes de acometer la redacción del sermón del domingo[541]. El médico de guardia que, entre dos urgencias, intenta despabilarse asistiendo tras la pantalla a un encuentro amistoso entre Lucía Lapiedra y tres bomberos que han acudido a sofocarle el incendio. Escolares que se encierran a estudiar en su cuarto, celosísimos de su intimidad. Ejecutivos desvelados en una habitación de hotel. Amas de casa frustradas («Paco, hace ya tres meses que no hacemos el amor», «Porque te respeto, cariño. Ahora me doy cuenta de cuánta razón tenías cuando éramos novios y te quejabas porque no te respetaba»)…

Hoy se calcula que una de cada cuatro búsquedas de Internet es de material porno[542].

¡Internet y sus contenidos porno! Como dijo Jesús: «El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra»[543]. Entre 1998 y 2005 el número de páginas pornográficas creció de 14 a 428 millones[544]. Hoy el 12 por ciento de las páginas web son pornográficas (o sea, más de 24 millones y medio de sitios)[545]. «El 95 por ciento de los españoles de las webs donde estamos son clientes de una compañía de sexo en Internet»[546].

Los contenidos sexuales de Internet han contribuido a la divulgación de posturas y combinaciones sexuales que antes pertenecían a la mera fantasía o al circo del sexo y ahora son conocidas y hasta practicadas por los usuarios más creativos. Otro efecto es la normalización del uso de juguetes sexuales, sofisticados herederos de aquellos toscos «aparatos de masaje facial» que se anunciaban en los periódicos y revistas de los años setenta[547]. Hoy poca gente, y en especial si es joven, ignora lo que es una sex-shop y la amplia oferta que puede encontrar en ella[548]. Durante muchos años se han anunciado en revistas de chicas o chicos, tipo Interviú. Hoy pueden comprarse en «Teletienda» o en sesiones tuppersex, que empezaron siendo para chicas (ellas siempre las más lanzadas) y ya se hacen también para chicos, e incluso reuniones mixtas[549].

Antes de Internet, el puterío era un asunto serio. «En esta casa no se practica el francés», advertía un cartelito colocado en lugar bien visible de los prostíbulos más finos. Desde que Internet abrió las ventanas de su universidad sexual, la catequesis del porno ha relajado mucho los escrúpulos morales o simplemente estéticos del usuario. Las parejas liberales, que antes ignoraban que lo eran, han comenzado a practicar tríos o ménage a trois (de dos chicas o dos chicos con un espécimen del otro sexo), y swing, cuyo funcionamiento pudorosamente relegamos al «Apéndice 4».

Otras formas de experimentación son más peligrosas. Algunas personas que quieren ensayar nuevas sensaciones y no se conforman con el orgasmo de toda la vida[550] practican diversas parafilias, bondage, disciplina (inglesa), dominación y sadismo. Algún lector recordará el éxtasis berniniano que asaltaba a aquella monja de su parvulario cuando castigaba al alumno díscolo con uno de sus pellizquitos retorcidos.

Existe incluso una modalidad de juego sexual que consiste en unir placer y peligro jugando a la ruleta rusa con el sida: los participantes se citan por medio de Internet para una orgía de bare-back (sexo anal sin condón) en la que uno de los participantes será un enfermo de sida[551].

Una combinación sexual popularizada por Internet es la clásica orgía[552] o práctica del sexo por cuatro o más personas de la que hablamos en el «Apéndice 2».

¿No será responsable tanto sexo explícito del hastío sexual de muchas parejas españolas que apagan su libido más rápidamente que hace veinte o treinta años?

Nuestros abuelos podían estar satisfechos con el sexo debido a su propia ignorancia de modelos sexuales. Me explico: sólo se habían visto copular a ellos mismos y, por lo tanto, podían creer que el sexo consistía en lo que ellos hacían, que no había otra frontera. Ignoraban que pudiera mejorarse y, por lo tanto, se conformaban. En cuanto a las abuelas, como llegaban vírgenes al matrimonio y eran todavía más ignorantes en materia sexual que sus maridos, nunca se planteaban si ellos lo hacían bien o mal. Les parecía que el sexo consistía en aquello que recibían.

Nosotros, la generación que hoy puebla la tierra, no tenemos la suerte de nuestros abuelos. Nosotros estamos maleados por imágenes cinematográficas (cine normal o porno, en pantalla o a través de Internet) que nos muestran cuerpos jóvenes e inalcanzables, modelados en el gimnasio o en el quirófano, y nos enseñan las virguerías que pueden hacer con los aparatos reproductores parejas incombustibles, expertas, potentes…

Los anuncios de tema sexual nos asaltan continuamente en carteles, en la calle, en revistas… Mensajes publicitarios explícitos o subliminares nos convencen de que el sexo es fácil y de que proporciona felicidad… Sólo serás feliz si tienes una vida sexual intensa y completa[553].

Esta es la desgracia del hombre moderno: lo animan a intentar practicar esas gimnasias imposibles (ya dijimos que hay mucho truco en el porno, en lo referente a resistencia y copiosidad de las eyaculaciones) y se persuade en que el sexo feliz consiste en eso. El hombre moderno desprecia las relaciones afectivas y se frustra cuando no alcanza las metas propuestas en las meramente sexuales. Para colmo, el inexperto amante (o sea, casi todos nosotros) cree que es el único responsable del orgasmo femenino y padece mengua de autoestima cuando no es capaz de procurárselo a la pareja. Menos mal que ellas son caritativas y han aprendido a fingirlo para que dejemos de molestar[554].

«Puestos a copiar los modelos sexuales de otras culturas, podríamos haber escogido el sexo desinhibido de los países nórdicos, pero hemos puesto los ojos en la enfermiza filosofía anglosajona del “yo quiero llegar más lejos”, “yo soy el mejor de todos”, “sigo queriendo más” (la competitividad)»[555].

El sexólogo Juan José Borrás señala que «vivimos en una sociedad hedonista en la que no es difícil que se produzca una disonancia entre las expectativas y la realidad»[556]. De ello se derivan trastornos y pérdida del deseo. El follador cree que lo hace peor que nadie y pierde interés, y ya sabemos que cuando se deja de practicar se deja de desear, se cae en la inapetencia, en la apatía, en la tristeza, en la disfunción eréctil (que afecta a un 20 por ciento de los hombres de entre veinticinco y setenta años de edad).