CAPÍTULO 59
Nos vemos en la Red

La sociedad moderna favorece los contactos sexuales esporádicos. Desde la comodidad de su hogar, cualquier ciudadano puede aparearse con desconocidos en el lecho virtual de Internet que la mundialización ha convertido en una gigantesca cama redonda en la que retozan cinco mil millones de usuarios.

El cibersexo es, en realidad, un juego de rol en el que los participantes fingen relaciones sexuales y describen sus acciones y sensaciones en respuesta a los mensajes de otros internautas. En este sentido, cuando el cibersexo se limita a mensajes escritos, deberíamos considerarlo una rama de la literatura o, más concretamente, de la literatura pornógrafo-fantástica. Cuando los participantes se ven a través de cámaras web, entra ya en los dominios del cine erótico, quizá porno[529], con una derivación evidente hacia el amor udrí o platónico, dado que se descarta la carnalidad (ver «Apéndice 7»). Ya lo dice la copla: «Por el Internet, / por el Internet, / miraba tus carnes / y no las toqué».

El colectivo femenino, tradicionalmente más reprimido, aprovecha especialmente esta modalidad de sexo no presencial:

«Algunas lo hacen para experimentar fantasías sexuales que podrían conllevar ciertos riesgos si se realizan de verdad, pero que excitan a muchas mujeres cuando las imaginan: tríos, forzamientos o pseudoviolaciones que se pueden recrear a través del teclado sin siquiera despeinarte. Fantasías que, de realizarse, podrían dar lugar a malentendidos o incluso ser peligrosas o acabar desastradamente»[530].

Personas reprimidas mantienen ciberamantes y viven tórridos romances virtuales.

«A muchas mujeres un ciberamante les sirve para llenar los vacíos que soportan con sus cónyuges apáticos ante sus emociones y esfuerzos por reflotar su vida sexual»[531].

Internet suministra también un medio idóneo para buscar sexo físico, presencial. Basta con conectarse a las redes sociales como hace una variedad de españoles que va desde alumnos «logsetomizados» hasta amas de casa frustradas y aburridas, pasando por jubilados en expectativa de destino y curas párrocos[532]. Los anuncios de contactos y de establecimientos socializadores (discotecas, clubes, agencias de parejas, etc.) facilitan los encuentros.

Otra consecuencia de la mundialización es el turismo sexual. De las excursiones de parejas amigas a ver cine porno en Perpignan en los años sesenta y setenta, pasamos a los viajes a Tailandia, «el paraíso del sexo» con su famoso barrio de Phuket dedicado al turismo sexual. «Parece un pueblo de la costa española pero con toda la oferta sexual imaginable», dice Jonatan, un español entrevistado por Xavier Sarda que fue de viaje de novios y se quedó a vivir[533].

A Internet se asoman muchas almas solitarias encerradas en un cuerpo del que abominan, sedientas de amor y de contacto emocional. No se trata sólo de sexo. Muchos/as solitarios/as navegantes de Internet buscan a alguien con quien compartir su vida, alguien a quien tomar de las manos y susurrar mirándolo a los ojos:

¿Dónde estabas, amor, mientras yo vagaba por el mundo solo como un árbol, del que huían los pájaros y en el que la noche entraba su invasión poderosa?

—¡No jodas! —replica la otra alma solitaria—. Eso es de Neruda.

—Más a mi favor.

«Internet, después del entorno familiar y laboral, es ya la tercera vía para encontrar pareja, muy por encima de los lugares de ocio como discotecas y demás»[534].

«Uno de cada dos españoles intenta contactar con el sexo opuesto a través de la Red, y cuatro de cada diez acuden a webs específicas para ligar. El 21 por ciento confiesa además que esta es su primera opción a la hora de buscar pareja»[535].

La gente recurre cada vez más a Internet, a pesar de los chascos que proporciona. Imagínate que eres esa urbanita desesperada por encontrar pareja con la que compartir ese venero emocional que mana de tu sensible corazón. Te metes en Internet, conciertas una cita a ciegas en el Retiro con el internauta que se anunciaba «Ramón, solitario y formal, abstenerse frívolas y suripantas». Tras el primer whisky con soda, el aspirante se empeña en llevarte a su casa para que escuchéis juntos lo último del grupo Mojinos Escozíos en un CD firmado por los componentes del grupo porque conoció a uno de ellos cuando trabajaba en una hamburguesería.

—Ah, pero ¿un músico tan famoso trabajaba en una hamburguesería? —preguntas inmersa en tu proceso evaluador (eres mujer).

—No, no. Lo atendí como cliente. Había pedido una kingsize doble con cebolla, kétchup, mostaza y salsa picante. Ración extra de patatas. Yo se la confeccioné. Era yo el que trabajaba allí.

—¿Para pagarte los estudios? —tanteas.

—No. Para un tubo de escape niquelado. Quería tunear la moto y mi vieja se negaba a soltar la pasta. Fue un trabajo eventual, veraniego.

—¡Ah! Y ahora ¿dónde trabajas? —te interesas.

—¿Trabajar? —Gesto de asco—. No trabajo. ¿No ves lo mal que está la cosa, con el paro que hay? Vivo con mi vieja, pero si vamos a mi casa le hago una perdida y ella se mete en su habitación y no molesta. Entre dos polvos, puedes ir en pelotas al frigorífico que no te la vas a encontrar. La tengo enseñada. Habiendo jais en la casa, no asoma la jeta.

Regresas a casa deprimida. La cosa está mal. No hay mucho donde escoger y lo que hay no quiere cortejos. Hola, cómo estás y a la cama.

La última propuesta para encontrar pareja en la aldea global procede de las empresas de dating (en inglés, «tener una cita»), o e-dating, amistad y matrimonio, que se anuncian en Internet y que vienen a ser la versión moderna de la celestina o apañadora[536]. Incluso, rizando el rizo, se ha inventado un speed dating, adecuado a las prisas de la «generación Nespresso», la gente joven que quiere resultados inmediatos incluso en el terreno del amor. «Las nuevas tecnologías nos han construido un mundo virtual con el que nos relacionamos la mayor parte del tiempo […] en el que cualquier cosa que se dilate demasiado nos molesta»[537]. En el speed dating, los participantes (o singles, solteros) disponen de siete minutos, o incluso, en las versiones más aceleradas, de sólo dos minutos, con cada persona del sexo opuesto convocada por los organizadores a la multicita. Cada participante va de mesa en mesa charlando con los otros aspirantes durante el tiempo estipulado y anotando en una tarjeta su puntuación. Al final, si dos se han aprobado mutuamente, tendrán una segunda cita, más reposada, casi siempre para convencerse de que el otro es muy distinto de lo que imaginaron o intuyeron en la primera. En contraste con esa manera atropellada de conocer a personas del sexo opuesto está la manera científica, más reposada, que empiezan a ofrecer algunas agencias de contactos[538].