La tradicional familia patriarcal coincide hoy con otras fórmulas de convivencia: parejas heterosexuales que habitan en casas separadas (los LAT, living apart together), parejas de homosexuales (con o sin hijos), familias monoparentales con hijos adoptados o propios (concebidos personalmente o en vientre de alquiler)[468]. La soltería que antes se contemplaba con recelo, especialmente la de la mujer, se ha convertido hoy en una opción más[469].
En las sociedades más civilizadas se ha atenuado el instinto de perpetuar los genes y muchos hijos son adoptados. A veces incluso se prefiere que sean de otra raza, chinitos, sudamericanitos o subsaharianitos, lo que favorece la variedad genética[470]. Añadamos que las recientes oleadas migratorias han aportado posibles parejas sexuales o matrimoniales a los españoles poco agraciados que antes estaban condenados a la represión sexual o a la soledad[471].
La presión legal y social que imponía matrimonios a perpetuidad se ha aligerado tras la aprobación de la Ley del Divorcio de 1981. Antes la inmensa mayoría de los españoles no se planteaba separarse de su pareja por mal que fueran las cosas[472]. Hoy uno de cada cuatro matrimonios españoles termina en divorcio[473]. Esto no significa que existan más matrimonios desgraciados que antes. Indica, más bien, que ahora somos menos conformistas o sufridos. La gente se divorcia porque ya nadie aguanta a nadie, especialmente la mujer, concienciada por el feminismo para rechazar la dominación masculina (no digamos ya los malos tratos). Y el hombre, porque no soporta que lo obliguen a compartir las tareas domésticas o porque se resiste a ceder parcelas de libertad de las que ya disfrutaba de soltero[474].
—Me voy a ver el partido con los amigos y se tira tres días sin hablarme, con el hocico como un zapato, y de tocarla ni hablar. ¡Anda y que le den!
En ese plan, cada vez más distanciados, algún día estallan.
—¡No sé cómo te aguanto! —dice el marido.
—¡Ni yo sé cómo estuve para casarme contigo! —replica la mujer—. Si ya me lo advertía mi pobre madre, que en gloria esté. «Ese muchacho no te conviene —me decía—. Mira que me lo tengo calado y que tiene los dones de la tía Bartola».
—¿Qué dones tenía la tía Bartola? —pregunta él, escamado.
—¡Vaga y sucia!
—¡Vacaburra!
—¡Calvo, pichafloja!
Y en ese plan. Se pierden el respeto y el matrimonio se desliza rápidamente por el tobogán del fracaso. Discuten por naderías un día sí y otro también. A los conflictos cotidianos se suma la impaciencia de muchas parejas a las que, cuando se disipa el subidón hormonal del enamoramiento, les falta paciencia para aguardar a que se encienda la fase del amor maduro[475].
Añadamos que el hedonismo imperante nos empuja a rechazar cualquier incomodidad, a buscar el placer inmediato, a consumir compulsivamente: nos cansamos de la pareja del mismo modo en que nos cansamos del coche. La tendencia natural es a cambiar de coche y de pareja cada pocos años.
El matrimonio tradicional se ha devaluado. El divorcio se presenta como una opción coherente para el que no quiere aguantar una convivencia problemática. Los más jóvenes han perdido el sentido del contrato que antes significaba aguantarse de por vida y quieren romanticismo perpetuo, lo que, desde el punto de vista natural, no es posible (o sea, es antinatural). A la menor discusión ya están repartiendo la cubertería, seis cucharas para cada uno y adiós que te den morcilla.
Se exigen demasiado: él tiene que ser atento, trabajador, atractivo, un tío estupendo; ella tiene que ser independiente (o sea, que cace por sí misma: un empleo remunerado) y, al mismo tiempo, eternamente joven, seductora, guapa, prudente, etc.
Se busca al hombre y a la mujer perfectos y la relación fracasa. Nadie es perfecto, nadie puede cubrir razonablemente bien tantas expectativas. Hay que conformarse con las limitaciones del otro, complementarlas, ayudarlo a superarlas.
Hoy muy pocos se resignan a soportar a su lado a una persona a la que odian a no ser que se sacrifiquen por los hijos o por razones económicas (más bien esto último)[476]. Las parejas que se casan tienen en cuenta que el matrimonio podría acabar en divorcio, y cuando aportan patrimonio suelen acordar separación de bienes. No es que me parezca mal, así se evitan males mayores, pero, claro, el romanticismo pierde.
—¡Juani, que me separo de Pepe! —notifica alborozada a la amiga.
—¿Ya? ¿Tan pronto? Pero si no hace ni un año que os casasteis…
—¡Ya! El consejero de parejas del distrito cree que debemos darnos una segunda oportunidad, pero ¿sabes lo que te digo? ¡Anda y que lo zurzan! Así aprovechamos tú y yo el verano para irnos por ahí de viaje y ligar.
—¡Eso hay que celebrarlo! ¿Tienes ya la lista de invitados para la fiesta del divorcio?
—Va a ser sólo para los íntimos, que si lo haces por todo lo alto te gastas una pasta y luego te regalan una mierda.
—Sí. Eso sí.
Otra causa favorecedora del divorcio ha sido el aumento de la esperanza de vida, que ha pasado de sesenta años de media a ochenta años. Hemos añadido una fase de ocio al final de nuestras vidas, cuando ya tenemos criados e independizados a los hijos. A esas alturas el hombre suele estar bastante gastado y se apoltrona, pero hay muchas mujeres sobradas de energías, abuelas pimpantes de canas teñidas de caoba o rubio que quieren vivir lo que no vivieron antes y que han renovado su interés por el sexo. Lo suyo es la viudez, el estado ideal de la mujer[477]. Lo malo es que, con los adelantos de la medicina, a veces el carcamal del marido aguanta diez o veinte años sin morirse y sin dejar vivir y consume la segunda juventud de la esposa sin beneficio alguno para ella[478].
La mujer liberada se ha vuelto más exigente y no contempla el matrimonio como una realización plena de su vida. A menudo explora diversas parejas antes de decidirse. Busca un hombre con recursos, por supuesto, pero también lo quiere simpático, delicado, culto[479].
—¿Me va usted a decir que nada ha variado, que nosotros seguimos queriendo sexo y ellas compromiso?
—Por ahí anda la cosa. Nosotros tendemos a la promiscuidad o formamos parejas sucesivas; ellas, aunque puedan ser promiscuas durante unos años, cuando alcanzan cierta edad tienden a buscar un compromiso para toda la vida[480]. Ese es el problema que tenemos a partir de, digamos, los treinta años: ellas piensan en sentar cabeza con una pareja fija y nosotros pensamos en la variedad de parejas sexuales. Por eso cuando hablan entre ellas (me refiero a las más tolerantes) suelen coincidir en que somos como niños que no acaban de madurar y centrarse como Dios manda (o sea, aceptando el compromiso y sentando cabeza).
Esta oscilación femenina entre las dos tendencias, promiscuidad y compromiso, produce notables empanadas mentales. Bridget Jones representa la contradicción de muchas mujeres modernas liberadas: tan pronto piensa que estar soltera y sola es horrible («regresas sola de las fiestas, te atiborras de chocolate en la cama mientras ves una serie de televisión») como piensa que lo horrible es estar casada («regresas al hogar y tienes que ponerte a pelar patatas para hacer la cena de tu marido, que, mientras, ve la tele repanchigado en el sofá con los pies encima de la mesita»).
Renée Zellweger, protagonista de Bridget Jones.
Por consiguiente, aumenta el número de mujeres relativamente jóvenes divorciadas que no vuelven a casarse porque aguantan bien como están. «No les compensa —opina la abogada de familia Carmen Pujol—. Al trabajo fuera del hogar tienen que añadir la organización de la casa, la crianza de los hijos y el cuidado del marido. Es demasiada carga y, como no van a renunciar al trabajo ni a los hijos, acaban por suprimir el elemento más prescindible: el marido»[481].
—Una mujer sin hombre era una fresca o una pobrecita a la que compadecían —apunta una divorciada que vive sola, la exministra y feminista Carmen Alborch—. Algunas mujeres hemos roto con eso. Por no tener a un hombre al lado no se tiene menos valor[482].
—Claro, ellas no se quedan solas. Están con sus hijos y reciben una pensión para mantenerlos —se queja uno de mis pacientes—. Lo malo es cuando los hijos crecen y se largan: de pronto se encuentran el nido vacío y sin marido.
En cuanto a los separados, tienden a emparejarse de nuevo porque no saben vivir solos por debilidad emocional y por torpeza al manejar la intendencia doméstica[483].