CAPÍTULO 51
Fashion victims

Regresemos a la reciente involución de la mujer. La competencia por atraer a un buen cazador se sigue manifestando en la moda tras aquel paréntesis de libertad y comodidad que se abrió en los años sesenta. Las chicas que entonces renunciaban a maquillarse y andaban con botas y una falda hippy y pulseras de cuero hoy gastan un pastón en cremas antiedad y lencería seductora[451].

Las chicas liberadas de hoy torturan sus pies con tacones aún más vertiginosos que los que usaban sus abuelas, los de doce centímetros llamados «letizios»[452].

¿Quién impone esa monstruosidad?

La moda, naturalmente[453].

—Es que el zapato de tacón erotiza mucho a los hombres porque realza las piernas, las alarga y contribuye al contoneo —se justifican las usuarias—. Además, las españolas solemos ser paticortas. Item más, estos taconazos son una «exaltación de la femineidad para compensar un vestuario masculinizado»[454].

Los terapeutas sabemos que el zapato de tacón tiene un gran atractivo sexual ambivalente: lo hueco es vaginal; lo exterior, fálico, y el tacón de aguja es agresivo: de hecho, todas las amas sadomaso que aplican disciplina inglesa lo usan. Uno no se imagina a una estricta gobernanta que no use traje charolado y zapatos de tacón.

No son sólo los tacones letizios los que atormentan a la mujer supuestamente liberada. ¿Qué decir de los severísimos regímenes de adelgazamiento, de los depilados de bombilla, de los rellenos de silicona, de las inyecciones de Botox, de los peelings abrasivos que hieratizan los rostros, tensan la epidermis hasta asemejarla al parche de un tambor y la dejan brillante pero inerte, como una porcelana?

—Tiene usted un barrillo en el cuello, doña Cayetana.

—No, hijo, es el ombligo, que con tantos estiramientos me asoma ya por la garganta —responde la duquesa con una vocecita apenas inteligible a causa de los músculos faciales paralizados por el Botox.

Las nietas de las hippies que alzaban los brazos para recibir al sol en los festivales de la isla de Man y mostraban sus axilas intonsas se presentan ahora con el monte de Venus deforestado (exhibiendo claramente, lo apunto sin voluntad de ofender, la esencial fealdad del coño).

—¡Cómo se echan de menos —se queja mi amigo el gerente de la funeraria— aquellos felpudos de sus abuelas que cuando hundías la cara en ellos parecía que estabas hozando en una macetica de albahaca![455].

«La gente sensata diría que tengo que gustarle a Daniel tal y como soy —argumenta Bridget Jones—, pero yo soy hija de la cultura del Cosmopolitan, he sido traumatizada por las supermodelos y sé que ni mi personalidad ni mi cuerpo están a la altura […] ser mujer es peor que ser agricultor: hay tanta recolección y fumigación de cultivos, depilar las piernas con cera, afeitar las axilas, depilar las cejas, frotar los pies con piedra pómez, exfoliar e hidratar la piel, limpiar las manchas, teñir las raíces, pintar las pestañas, limar las uñas, masajear la celulitis, ejercitar los músculos del estómago. Ese mantenimiento exige atención constante: lo olvidas unos días y todo se echa a perder».

La íntima contradicción de la mujer moderna aparentemente liberada de la tiranía del varón es su sometimiento a la moda. La contradicción se ahonda cuando descubrimos que incluso prestigiosas militantes feministas son fashion victims[456].

No exagero: Jane Fonda ha hecho una profesión de anunciar programas de gimnasia y cremas rejuvenecedoras, trucos, en suma, para retener una juventud que ya pasó.

La feminista Shere Hite, tan apasionada militante cuando tenía veintitantos años[457], al cumplir los cincuenta ha extremado su cuidado físico, gimnasio, dieta, cabellera rubia, rostro maquillado de blanco, labios rojo sangre. O sea, se esfuerza en parecer joven y atractiva[458]. De hecho, jamás se deja fotografiar si no se ha maquillado debidamente. Sus declaraciones a Carmen Rigalt son terminantes:

«Detesto la dictadura del cuerpo, pero en el feminismo no sólo hay lesbianas, muchas de nosotras somos feministas y también femeninas».

Los modistos, debido a la tendencia sexual generalizada en la profesión, han impuesto como mujer ideal lo que a ellos les gusta, el efebo feminoide, esas chicas larguiruchas y escuálidas, lisas por delante y por detrás, que vemos en las pasarelas con cara de mala leche, gestos angulosos y esa forma de caminar como si aplastaran huevos, cruzando las piernas y sentando el pie con la firmeza de un caballo percherón[459].

El correlato es que ninguna mujer cabe en su talla, lo que las obliga a dietas feroces que, a menudo, desembocan en anorexia[460].

Son esclavas de una moda que, sin embargo, no gusta a los hombres normalmente constituidos (ajenos a la mafia mariquita de los modistos). A esa silenciosa mayoría nos sigue atrayendo la mujer con curvas de guitarra y una cintura cuyo contorno se aproxime al 70 por ciento del de la cadera, «indicios biológicos fiables de su potencial reproductivo»[461].

Esto nos conduce a la mayor contradicción de la mujer moderna: por una parte debe conservarse delgada, pero al propio tiempo le exigen que tenga curvas, especialmente tetas y culo respingón.

—¿Cómo voy a darte tetas y culo —protesta la Naturaleza hecha un lío— si las tetas y el culo son acumulaciones de grasa y tú insistes en mantenerte esquelética?

Muchas mujeres han encontrado la solución en la cirugía estética. Padecen anorexia y pasan unas hambres espantosas, pero en lugar de generar sus propias grasas como sería lo natural se implantan rellenos de silicona[462]. De ahí la floración de clínicas de cirugía estética donde estiran facciones, rellenan arrugas, implantan pechos y glúteos, y recurren a todos esos remedios quirúrgicos que sirven para fingir juventud y belleza[463]. Nos hemos acostumbrado a ver a las famosas progresivamente estiradas, las caras como parches de tambor, y los nombres de los virtuosos del bisturí figuran en las listas del famoseo[464]. En Sudamérica existen mujeres humildes que ahorran hasta el último céntimo, aceptando privaciones durante años, para implantarse el trasero de Jennifer López o las tetas de Monica Bellucci.

Esa pulsión por estar sexualmente deseables ha contaminado a la infancia y a la adolescencia tobillera que antes, en tiempos de las abuelas, quedaban al margen del mundo adulto.

—Hasta las niñas, oye —corrobora mi colega Bertoldo Valenzuela, que trabaja en el servicio de mantenimiento de un observatorio demoscópico—. Hasta las colegialas más inocentes se entrenan para ser lagartas. No les han salido las tetas y ya están cursando el noviciado del vicio. La niña mojigata de colegio de monjas puede parecer externamente la misma porque el uniforme sigue siendo igual de pacato (falda tableada por debajo de las rodillas, blusa con mangas hasta las muñecas), pero en cuanto sale del colegio se mete en el primer portal que encuentra y se sube la falda acortándola hasta medio muslo, que es lo que lucirá por la calle. Llega a casa y dentro del ascensor despliega nuevamente la falda antes de comparecer ante los papás conservadores. A menudo la falda corta se combina con barra de carmín, negro de ojos, mechero para los porros y unos prematuros zapatos de tacón que a veces esconde en el trastero y lleva en el bolso para cambiarse en la calle.

—Bueno, a las niñas les gusta jugar a ser mayores. No saben todavía andar y ya se miran al espejo con los tacones de la madre.

—No es un juego: se saltan la adolescencia e irrumpen en el mundo adulto maleadas por lo que ven en Internet, en la tele y en la calle. Tienen prisa por incorporarse al botellón y apenas púberes ya sueñan con que los padres les paguen unas tetas de silicona si aprueban la ESO. Todo ello conlleva una carga sexual. Ninguna te dice «mira qué inteligente soy», sino «mira qué buena estoy»[465].

La misma dinámica que obliga a la mujer a parecer joven y sexualmente apetecible (o sea, sexy) justifica la existencia de toda una industria de lujos superfluos organizada en torno a los textiles con que la mona humana cubre su cuerpo o lo hace parecer más deseable. Se trata de una industria boyante (fabricantes españoles se cuentan entre las mayores fortunas del mundo) conchabada con los modistos para cambiar cada pocos meses la forma y los colores de las prendas femeninas, lo que obliga a muchas mujeres a efectuar grandes desembolsos en una ropa que apenas van a ponerse porque enseguida pasará de moda.

Incluso las feministas deberían comprender que una mujer obsesionada por su aspecto físico y sometida a esas modas absurdas está en inferioridad de condiciones para competir con el hombre que sólo tiene que ducharse, afeitarse y vestirse decentemente para sentirse aceptado[466]. Bien mirado, la moda masculina se orienta hacia la mayor comodidad del usuario: cabeza afeitada (cómodo y rápido) o barba de tres días (que disimula el afeitado negligente). O sea, el hombre avanza donde la mujer retrocede[467]. Gran injusticia.

—¿Y qué me dices de los que se hacen trasplantes capilares, tipo José Bono, o de los que se operan los párpados carnosos y las ojeras? ¿Y de los que se depilan? ¿Y de los que se tiñen las canas? —me pregunta Ambrosio Boreout Siles, tertuliano de los jueves y secretario de ayuntamiento en un pueblecito del Vallés.

—Siguen siendo una minoría y no está claro si lo hacen por atraer a las mujeres o porque deben dar una imagen dinámica, joven y descansada en el mundo empresarial en el que se mueven. Tu imagen es tu tarjeta de presentación. Es lo primero que vendes. Lo del hombre y el oso cuanto más feo, más hermoso, se acabó. Pero lo de ellas, esas servidumbres que arrostran por estar más bellas y por ir a la moda, no siempre se explica con estas mismas razones.

Resulta paradójico que el tiempo en que la mujer ha alcanzado sus máximas metas en la igualación de derechos y libertad traiga aparejada esa esclavitud del aspecto físico que sus abuelas nunca sufrieron.

—Es que en el fondo lo que quieren es encontrar a un hombre bueno, moderno, que acceda a pelar los aguacates y casarse —apunta nuevamente Ambrosio Boreout Siles.

Interviene Federico Morillo, el asentador.

—Desde luego, las reivindicativas que se resisten al coqueteo y van por la vida pisando fuerte, agresivas, los pelos pintados muchas veces de caoba, a menudo se encuentran que se les ha pasado el arroz sin encontrar la pareja que, en el fondo, necesitaban.

—Yo creo —tercia Mohamed— que al principio se visten para pescar a un tío, y cuando lo tienen asegurado, para competir entre ellas. Y para gustarse. Las tías son más narcisistas que los tíos. Por eso se van mirando en todos los escaparates.

Cruzamos miradas en silencio asertivo. Mohamed suele pecar de machista, pero a veces dice cosas sensatas.

—Bueno, las revistas femeninas, no necesariamente feministas, aseguran que las mujeres ya no compiten por el hombre, que solamente compiten entre ellas por estar más guapas, más sexys, más jóvenes, más guays —concede Boreout Siles.

Y yo, Romualdo Holgado, no tengo motivos para pensar otra cosa.

Un obispo estupefacto ante la corrupción de las costumbres.