Suspiré profundamente. No es el primer paciente que llega a mi diván con una queja semejante. De verdad que los tíos somos simples. Tenemos menos mecánica que un cántaro. No captamos la complejidad de la mujer.
—Vivimos tiempos confusos, turbios —le dije para relativizar su problema (un truco terapéutico que empleo a menudo)—. Somos una generación bisagra. Asistimos a la decadencia de Occidente, como cuando los bárbaros invadieron Roma. Vamos a ver: ¿a ti te gusta la ópera?
—¡Pche!
—Rigoletto, Verdi, ¿te suena?: «La donna e mobile, qualpiuma al vento, / muta d’accento, e di pensiero»[441] —entoné con razonable acento—. La mujer es inestable —traduje—. Y no da puntada sin hilo —añadí.
En el tiempo de los valses de Viena, se justificaba que muchas mujeres vivieran como en un escaparate: tenían que parecer jóvenes y apetecibles para pescar a un hombre que las mantuviera.
«La carrera de la mujer es casarse», repetían las mamás. De ahí que cuidaran tanto la envoltura y el barniz. Al contrario que ellas, el hombre no necesitaba de artificios, era un cazador nato, o sea, generaba ingresos propios. Era autosuficiente. No dependía de nadie.
En los años sesenta, muchas mujeres liberadas e independientes se apearon de los tacones y adoptaron calzado y ropas tan cómodas como las masculinas[442]. «Contamos con nuestros propios recursos —decían—. No tenemos por qué sacrificarnos para atraer a un hombre»[443].
Pareció que era un gran avance para la mujer, el último empujoncito que le faltaba para ponerse a la altura del hombre. Esa tendencia se acentuó tras la muerte de Franco, cuando, en plena transición a la democracia, las chicas progres pensaron que la emancipación femenina significaba imitar las borricadas de los machos alfa más borricos y aprendieron a sentarse con las piernas abiertas, mostrando las bragas al respetable público, e incorporaron en su discurso palabras como «follar», «coño», «cipote» y expresiones no por populares menos inelegantes como «me suda el coño» o «tengo el chocho escocío» y otras del mismo jaez.
Vistos desde la perspectiva de hoy, aquellos tiempos de la reacción feminista quedan muy lejos, remotos, como si hubieran pasado mil años.
El tiempo ha demostrado que las cosas no eran tan simples y que las tendencias genéticas son más fuertes que la voluntad de librarse de ellas. No se pueden suprimir de un plumazo impulsos biológicos generados a lo largo de cientos de miles de años. Las nietas de aquellas mujeres liberadas han advertido que ni piensan del mismo modo que los hombres ni aspiran a las mismas metas. Han regresado a la humillante servidumbre de la moda, del carmín en los labios, de los tacones de aguja y de la depilación. Incluso las feministas más combativas han caído fashion victims bajo la tiranía de acicalarse y parecer jóvenes y deseables, de atraer al macho, en suma, especialmente cuando dejaron pasar sus mejores años en la más áspera militancia y ahora advierten, ya a las puertas de la madurez, que en el fondo les hubiera gustado encontrar un compañero.
Muchas mujeres que adoptaron el rol machista de coleccionar amantes, llegada una edad, parecen reconsiderar su postura y piensan en sentar cabeza y buscarse a un compañero estable, pero entonces descubren, horrorizadas, que su valor de mercado se ha disipado: ya no son jóvenes y los hombres de su edad están ocupados (viven en pareja) o son meros saldos tarados por un divorcio que los obliga a pasar pensión a la primera mujer o a los hijos. En cualquier caso, un mal negocio. Estas mujeres pueden irse entonces con un hombre más joven que todavía no se haya maleado, pero, aunque desde el punto de vista sexual eso funciona maravillosamente, a la larga la relación es inviable: él resulta enfadosamente inmaduro (hombre y además joven) y, pasado el periodo de excesos sexuales con el morbo de hacerlo con una mujer mayor y más experta, acabará marchándose con una chica de su edad.
—Fue muy bello lo nuestro, de veras. ¿Puedo llevarme el iPad y la cadena de música?
Con lo que regresamos a la gran debilidad de la mujer: su obligación de ser joven o, por lo menos, de parecerlo, si quiere captar la atención de un cazador.
Como ha observado agudamente Ana Obregón: «Fíjate que las más tontas tienen a los listos más maravillosos y las listas e independientes están solas». En efecto, tú que te creías tan lista y que siempre has tenido hombres con los que «salir» descubres, de pronto, que has alcanzado cierta edad y no tienes un hombre con quien «entrar».
Las hijas de aquellas que quemaron los sujetadores y practicaron el amor libre bajo un póster del Che Guevara, en una buhardilla amueblada con cojines de lana, han caído en la cuenta de que nos estaban haciendo el juego a los tíos y han regresado, escarmentadas, a las mañas de sus abuelas, que no son tales mañas sino el eterno cambalache que nos impuso la Naturaleza: sexo a cambio de compromiso.
Valérie Tasso, francesa, prostituta fina a tiempo parcial, cartesiana, se inscribió en el curso de yoga tántrico que dirigía Simón Banqueri, un argentino sobrado de facundia, el cual, en la segunda lección, le echó una mano al culo y la otra a la teta derecha. «Es para abrir el tercer chakra», explicó.
—Aquí, de Texas para abajo, esto se llama meter mano —replicó Valérie—. Me está pareciendo que a ti lo que te interesa es sacarme la pasta y echarme un polvo: para lo primero te apañas solo, y para lo segundo, yo cobro[444].
O sea, nada de sexo gratis, en plan coleguis, que estamos en un mundo en el que todo se paga de un modo u otro.
Bridget Jones, chica moderna, liberada, actual, lo tiene claro: para cazar al hombre de tus sueños «ser simplemente una reina de hielo, distante y profesional […] para tener éxito con los hombres, ser terrible con ellos».
O sea, ponérselo difícil. Unas sociólogas o sociópatas americanas han escrito un libro de autoayuda para cazar maridos solventes[445], lo que ha provocado las iras feministas, absolutamente razonables por otra parte, que «consideran estos consejos como una pura y castradora manipulación que choca contra todo lo que las mujeres han defendido durante decenios»[446]. La táctica de las dos estrategas es vieja como la humanidad y básicamente consiste en hacerse la estrecha. Los hombres vienen buscando sexo —razonan—, pongámoslo difícil y obliguémoslos al compromiso.
Los testimonios personales de las autoras son concluyentes: Sherrie racionó las salidas con su pretendiente, un craso ferretero, y de este modo se hizo valer y consiguió llevarlo al altar; Ellen, por su parte, se negó a vivir sin papeles con el suyo, un boticario montado en el dólar, y de este modo consiguió que adelantara la boda[447].
«Lo más importante es que te vean única, distinta a las demás y misteriosa —aconsejan—. […] es mejor no hablar mucho, no llamarlo nunca y devolver sólo una de cada cinco o seis llamadas, no conversar más de diez minutos por teléfono y ser siempre la que da por finalizada la conversación». Ni siquiera debes bajar la guardia cuando accedes a entregarte después de meses de cortejo —aconsejan las dos comadres—, «muchas mujeres espantan a los hombres no sólo porque se acuestan con ellos demasiado pronto, sino porque hablan demasiado en la cama» y revelan sus secretas intenciones: casarse.
Tras la aparición de este manual, la reacción masculina no se hizo esperar: un contramanual dirigido a los machos[448], en el que encontramos perlas como ésta: «Las mujeres sólo quieren una cosa de nosotros, y no precisamente la que tenemos entre las piernas», o sea, tu cartera, tu cuenta corriente, hablando en plata.
Según este manual, la estrategia del macho debe ser «hacerla sentirse única en las tres primeras citas y después decir siempre que estás reunido». Cuando llegue el momento del apareamiento, evita consumarlo en la cama, fuera romanticismos. Y, desde luego, «impide que deje sus tampones en tu cuarto de baño: es una cabeza de puente para ocupar el resto de tu territorio». No dar nada a cambio de sexo a no ser que se trate de sexo oral[449]. No comprometerse a nada, ser siempre impreciso, ambiguo[450].
Tan lamentable me parece una postura como la otra. ¿Adónde nos conduce la guerra de los sexos? ¿A destruirnos mutuamente? ¿A condenarnos a la soledad?
Sé bien que se está mejor solo que mal acompañado. Lo que debemos hacer —eso aconsejo a mis pacientes— es buscar otra pareja más idónea o menos maleada, y, cuando la encontremos, no incurrir en los errores del pasado, tolerar las diferencias, aceptar que somos así de distintos, limar las asperezas de la vida con la piedra pómez del amor, ser generosos. Amén.