CAPÍTULO 48
La toma de la pastilla

Si la Revolución francesa del siglo XVIII se inició con la toma de la Bastilla, la revolución sexual de nuestro tiempo comienza con la «toma de la pastilla (anticonceptiva)».

La verdadera liberación de la mujer llegó con la píldora anticonceptiva, que le permitió decidir si tenía hijos y cuándo los tenía[412]. El uso de la píldora antibaby (así se la llamó al principio) comenzó a divulgarse en España a mediados de los años sesenta, comenzando por las clases altas y urbanas[413].

Venta de píldoras anticonceptivas en España. Revista Tiempo, 17 agosto de 1998.

Por aquel tiempo llegó algún eco lejano, bastante desvaído, del flowerpower hippy de California («Haz el amor y no la guerra»). Este conato de revolución cultural se manifestó principalmente en que muchas chicas dejaron de usar sostén[414] y se acomodaron a las sandalias o zapato plano y ropa holgada y cómoda, cuando no hombruna (pantalones y trajes de chaqueta), abandonaron el maquillaje, se recortaron las melenas y dejaron de contonearse, arte que permanece hoy lamentablemente perdido[415].

Lo mejor de aquella revolución sexual (aunque apenas la notaron en unas docenas de comunas repartidas por las grandes ciudades y las pequeñas islas) fue que igualó a los sexos bajo el estandarte del amor. Las conversas abandonaban los remilgos monjiles en los que se habían educado y copulaban en plan colega, sin necesidad de pretexto romántico, como mero acto de camaradería y protesta contra los prejuicios de una sociedad caduca y pequeñoburguesa.

Oigámoslo en el testimonio de Laura Freixas, a la que tanto admiro:

«Cuando una no mostraba demasiado entusiasmo ante la idea de meterse en la cama con el primero que pasaba, este, por poco que estuviera al loro, adoptaba un aire paciente y pedagógico para preguntar: “Pero tía, ¿tú no has leído La revolución sexual de Wilhelm Reich?”»[416].

Florecieron las discotecas en cuya propicia penumbra tocabas unas tetas y no recibías a cambio una bofetada porque lo que antiguamente se llamaba meter mano se había sublimado como comunicación no verbal. Algo ayudaba a esta nueva carnalidad la desaparición de los refajos y el advenimiento de la minifalda, que dejaba al aire los estupendos muslos femeninos. El único problema fue que el modelo propuesto era la escuálida Twiggy, ojos y huesos, espeluznantes codos y rodillas, que parecía recién liberada de Auschwitz. Las voluptuosas maggioretti italianas tipo Silvana Mangano o Sofía Loren se vieron obligadas a adelgazar y se impuso, hasta hoy, la delgadez extrema tipo Kate Moss[417].

Las voluptuosas maggioretti. En el centro Sophia Loren.

Resignados a esa moda horrenda, en los guateques bailábamos al son de una canción del Dúo Dinámico que decía: «Yo tengo una novia que se llama Popotito, / que tiene unas piernas que parecen palillitos…»[418].

En los años setenta un millón de españolas usaban la píldora, aunque fuera ilegal y, por lo tanto, complicada de conseguir[419]. El uso del anticonceptivo crecía de año en año a pesar del encono con el que la Iglesia y los medios católicos la calumniaban[420].

Como consecuencia de su liberación sexual, muchas mujeres recuperaron su propio cuerpo, se interesaron por el sexo y dejaron de drogarse con optalidones (el antidepresivo casero de entonces). Espoleadas por el ejemplo de otras europeas (conocidas a través del turismo o la emigración), muchas españolas afrontaron su sexualidad sin temor a que las tomaran por calentorras, estigma que, en el ancien régime, las condenaba a la soltería y a la soledad o a la prostitución[421].

Muchas universitarias se sintieron fascinadas por las ideas de la filósofa francesa Simone de Beauvoir (1908-1986) después de leer su catecismo feminista El segundo sexo, que denunciaba la estafa del instinto maternal y del matrimonio como invenciones del macho opresor y reivindicaba la completa liberación de la mujer. La Beauvoir daba ejemplo con su propia vida: estaba unida sentimentalmente al también filósofo Jean Paul Sartre, pero habían pactado que su «amor necesario» o «esencial» no excluiría «amores contingentes» o aventuras. O sea, formaban lo que hoy se conoce como una pareja abierta. Simone y Jean Paul vivían incluso en pisos distintos y se hablaban de usted para subrayar su mutua independencia[422]. Como dice Rosa Montero: «Simone y Sartre alardeaban mucho de honestidad y transparencia, pero sólo usaban estas virtudes entre ellos mismos para comentarse el uno al otro cínicamente los más escabrosos detalles de sus amoríos»[423].

La divulgación de otros anticonceptivos (preservativo, al principio asociado a la prostitución, DIU, etc.) sería la última frontera que le quedaba por explorar a la mujer, una vez liberada del cazador. Comenzaba la era del sexo recreativo, el sexo por el sexo, el sexo por el gustito que da.

Por desgracia, las florecillas del espíritu hippy y la camaradería comunal se marchitaron enseguida y su implantación en España fue muy tenue, verdura de las eras que se agosta con el primer solano, débil rocío matinal que enseguida se evapora. Fuera de aquellas pocas experiencias pioneras, la mujer mantenía sus consuetudinarias exigencias por hacerse merecer y el hombre se resignaba a humillarse para merecerla[424].

Así desembocamos en la mujer liberada actual. Las nietas de aquellas abuelas desprovistas de libido (o fingidoras) que asumían resignadamente la obligación de satisfacer a sus esposos el débito marital se han dejado de remilgos y se entregan al disfrute del sexo con la misma pasión que ponen en el resto de los bienes de consumo[425]. En los años cincuenta, el 90 por ciento de las españolas, si no más, llegaba virgen al matrimonio; hoy, la chica que a los dieciséis o diecisiete años conserva el virgo intacto comienza a sentirse un bicho raro, anormal. Sólo un uno por ciento, quizá menos, se guarda hasta el matrimonio[426].

«Las mujeres de hoy no necesitamos enamorarnos para que nos quiten el refajo —declara la abogada Pilar Llaneza—. En el terreno sexual hacemos y decimos lo que queremos»[427].

En el caso de la mujer se trata de una conducta cultural, puesto que ningún instinto la arrastra a dispersar sus genes. La remuneración que obtiene es, principalmente, el placer sexual (ya dijimos que, metidas en harina, orgasmizan mejor que nosotros) y la emoción de la conquista (nuevas descargas hormonales, la fácil y barata droga que fabrican nuestros cerebros). Eso las rejuvenece o, al menos, las hace sentirse jóvenes cuando ya empiezan a no serlo[428]. Sin embargo, subsiste en ellas un residuo importante de la antigua conducta de la hembra recolectora: antes de copular, muchas exigen a los aspirantes que las alimenten, o sea, que las inviten a cenar en un restaurante caro o que las agasajen antes y después de la cohabitación, con flores, regalos y atenciones[429].

Muchas mujeres liberadas prefieren vivir solas sin cargas familiares, sin tener que planchar camisas ni lavar calcetines, pero no por ello renuncian al sexo y mantienen relaciones con algunos amantes fijos y otros esporádicos, preferentemente casados, que molestan y exigen menos que los solteros[430].

Liberadas de la dependencia masculina, las cazadoras invaden los predios que antes nos estaban reservados. Inevitablemente, a falta de modelos propios, han imitado los nuestros y se han virilizado: beben, fuman y practican deportes inadecuados (si es que hay algún deporte adecuado para la especie) como el culturismo. Y, para colmo, no les basta con la satisfacción emocional: quieren un orgasmo como Dios manda, múltiple si fuera posible y con espasmos vaginales y pérdida transitoria del conocimiento.

Fiesta con boys en Jaén.

Las chicas han asimilado el sexo lúdico y se puede decir que en esto dan sopas con honda a sus desconcertados pretendientes. No hay más que contemplar una despedida de soltera, el alegre tropel de mujeres blandiendo falos, coronadas de gorritos que son falos, soplando matasuegras terminados en falos, chupando falos de caramelo… Una exaltación del falo que no parece sino que asistimos a una bacanal en la Roma pagana. La alegre y etílica comitiva desfila por la ciudad ajena a posibles comentarios desaprobadores de algunos viandantes y acaba en una sala de fiestas o similar donde asiste, entre aullidos, a un espectáculo de striptease de boys musculados (y anabolizados) de gimnasio, pantalones ajustados de cuero, marcando paquete, y sujetos con velcro de modo que se saquen del tirón y dejen al aire un conciso tanga-taleguilla.

¿Qué ocurre?

Ocurre que se han invertido los roles: el hombre objeto, el hombre convertido en espectáculo mientras las chicas aúllan desinhibidas y alegres y le meten billetes de cinco euros por donde asoma el vello púbico y alguna más atrevida o etílica le echa mano al paquete. En fin, una exhibición y una fiesta sin pasar a mayores[431]. Ahora las españolas se han puesto a la par con las francesas como las chicas más lanzadas de Europa[432].

Con la equiparación de la mujer al mundo de los hombres ha surgido también la prostitución masculina, el amante más o menos fijo subvencionado o gigoló y el amante por horas que atiende por tarifa en apartamento propio, domicilio u hotel. También se anuncian en las páginas de contactos: «Miranda, exuberante, 110 pecho natural, francés profundo sin hasta final»[433]; «Soy una aceituna gordita y sin hueso. ¡Tráeme tu huesito!»; «Travestí tanguita»; «Inés. Recibo desnuda. Griego. Francés sin; beso negro»; «Laura. Estoy sólita. Te recibo desnuda»; «Gabriela, belleza mexicana, delgadita, morenita, culito respingón, viciosa, juguetona, desplazamientos»; «Desirée, madurita impresionante, lluvia dorada, griego, francés»; «Orientales mimosas, todos los servicios, beso negro, lésbico, juguetes eróticos»; «Golosas gatitas: Irina, Elia, Bel, Mía, Daniela; el placer del sexo oral hasta el final y seguimos…».