Aprovechando la visita papal a Barcelona, vino a verme anoche un paciente cuya profesión y estado no revelaré en observancia del secreto profesional. Lo traía a mi diván un grave problema «identitario»: era travestí a tiempo parcial, aunque, debido a la especial índole de su trabajo, no podía practicar su afición los domingos y fiestas de guardar dado que, a la hora en que la comunidad travestí de su ciudad celebraba sus saraos, él tenía que estar oficiando para los feligreses de su parroquia.
Ya en la despedida, hablamos de esas generalidades de la vida, los cambios, la crisis y el sexo, y él me dijo:
—¿Qué nos está pasando, doctor? ¿Qué ocurre con las mujeres? Las nietas de las abuelas que guardaban un rosario en el bolso y un devocionario en la mesita de noche tienen ahora una caja de preservativos y un consolador[407]. Las abuelas adoraban la casa de la pradera y las nietas se pirran por la impudicia de la casa de Guadalix de la Sierra («Gran Hermano»).
—Es la aceleración de la historia y la reducción del presente —respondí—. ¿Conoce las tesis de Mijail Malishev, las de Grom-pone, Lester Brown y Pacheco?
—No, yo, ya sabe, mi breviario…
—Pues no le dé vueltas que le harán la picha un lío.
—Entonces lo dejaré para cuando me opere. Gracias, doctor.
No es el único caso. Historias semejantes son mi alimento emocional cotidiano. El cambio ha sido importante, sí, y yo diría que para mejor. La abuela, aquella beatona e hipócrita a la que aludía mi paciente anterior tenía más mala leche que un nublado; sin embargo, la nieta liberada, parece mentira que herede sus genes, ha resultado ser una chica sana que vive su vida sin fastidiar al prójimo, una ONG con tetas y muslos que comulga absolutamente con la piadosa idea de que «lo que se han de comer los gusanos dejad que lo disfruten los humanos».
Durante milenios, el sexo recreativo ha sido cosa de hombres, jamás de mujeres. La mujer decente ni siquiera sentía los orgasmos o si los sentía era mejor que los disimulara[408]. En el siglo XIX la clase media y parte de la aristocracia educaba a sus mujeres en la más completa ignorancia sexual. Solamente el día de la boda las madres le aclaraban a la hija: «Esta noche no tengas miedo, que no pasa nada, pero tu marido te hará lo que has visto que hacen los perritos con las perritas». Y la novia virginal, cuando se encontraba a solas con el novio, le suplicaba: «Felipe, lo que tú quieras, pero cuando estemos pegados lo único que te pido es que no me arrastres por el pasillo, que me da mucha vergüenza».
Con esa ignorancia, muchas mujeres somatizaban su frustración en forma de problemas físicos o mentales que los médicos, debido a las limitaciones de su ciencia, diagnosticaban como «histeria femenina». Ya los griegos creyeron que este estado de nerviosismo e hipersensibilidad que a veces advertían en la mujer se debía a que su útero (hystera, en griego) le causaba afecciones físicas. Galeno (siglo II) diagnosticó que esa extraña enfermedad era causada por la privación del sexo[409]. En la Inglaterra victoriana se aplacaba mediante masajes en el clítoris aplicados por un facultativo o su ayudante hasta que la paciente alcanzaba el «paroxismo histérico» (hoy lo llamaríamos orgasmo) que la dejaba desmadejada y satisfecha. O sea, que el médico curaba masturbando a la paciente.
Naturalmente, la mujer necesitada podía sucumbir a la tentación del placer y ponerle los cuernos al marido con alguien que la sirviera mejor[410].
La mujer debía llegar virgen al matrimonio, con el precinto intacto como garantía de su decencia, de que todo su conocimiento y experiencia del sexo lo obtendría de su marido. Sin embargo, se apreciaba que él llegara con la lección aprendida y ejercitada en prostíbulos o con chicas de menos categoría social (lo que en cierto modo rebajaba también sus niveles morales), o sea con personas humildes (era clásico iniciarse con criadas en las casas de alcurnia).
En los años cincuenta y sesenta, aquella mujer que tímidamente exploraba el mundo del trabajo en las ciudades mutó en el nuevo modelo de mujer, la superwoman (Pilar Cristóbal dixit) «irreprochable, eficiente y competitiva; perfecta madre y ardiente; creativa y “superdispuesta” en la cama»[411] Aquella mujer sensual y moderna que se contoneaba, calzaba zapatos de tacón y realzaba desafiantemente su busto con sujetadores de tela en pico (con rellenos, ¿eh?), se dejaba catequizar por el marido en las artes de Venus y dejó de rechazar, como hasta entonces, la felación y el sexo anal.
Damas victorianas.