Desde el velador de La Inmaculada Concepción de María’s, como está en un semisótano, sólo alcanzo a ver a los transeúntes de cintura para abajo. Mientras desayuno mi café con leche, acompañado con una tostada con aceite y ajo, practico sociología de salón: los que acuden al trabajo a esta hora temprana de la mañana son, más o menos, hombres y mujeres al cincuenta por ciento, algunas, por cierto, con unas piernas y unos culos estupendos. De tetas no sé cómo andarán porque no las alcanzo a ver.
—¡Machista!
Machista no; simplemente, un observador que os adora aunque no os dejéis adorar, un guerrero cansado, vencido, que ha depuesto las armas y os abre las puertas para que ocupéis este terreno con la menor violencia posible, seamos civilizados, no perdamos las formas. Por otra parte, machista es el que está convencido de la inferioridad de las mujeres; cuando uno, como es mi caso, defiende precisamente lo contrario, que sois superiores a los hombres, sólo se le puede acusar de misógino, «un hombre inteligente que —cito al filósofo y “viva-la-virgen” francés Aiain Paucard—, sabiendo de dicha superioridad, atiende al placer de las mujeres, respeta sus añagazas, comprende su tortuoso sistema de valores y es su mejor amigo»[385].
¿Superioridad de la mujer? Incluso nuestras abuelas medio analfabetas, las que pasaban la vida encerradas en el gineceo del hogar, eran superiores a sus maridos. En los años cincuenta del pasado siglo, un escritor norteamericano que viajaba por España para estudiarnos escribió:
«Las mujeres españolas son sin duda las que poseen la más eléctrica belleza de entre todas las mujeres del mundo. Una mujer española es toda ella mujer y nada más. Sólidas, soportan la carga de su pobre nación, y apenas se quejan. Curan las heridas de sus hombres, atienden día y noche a sus pasiones y sus necesidades infantiles. Afrontando dificultades imposibles, administran la rutina de millones de familias desposeídas, hambrientas e ignorantes; más aún, sólo por la abnegada presencia de las mujeres españolas los sórdidos lugares que alojan a estas familias pueden ser llamados “hogares”. En suma, las mujeres de España hacen de ese país una nación.
»Si la sociedad española posee un mínimo de estructura, lo debe a los esfuerzos y los sufrimientos cotidianos de las mujeres españolas, que entretejen en una red de cuidados y de amor lo que en caso contrario sería un paisaje de insensata anarquía. Son mujeres orgullosas, mujeres dulces, mujeres que perdonan y compadecen, mujeres de risa fácil y de llanto fácil. El poderoso instinto maternal de las españolas es el ancla de responsabilidad que estabiliza la nave de la vida española, mientras los hombres balbucean tonterías abstractas en las tertulias de innumerables tabernas y cafeterías llenas de humo […]. Los españoles han construido un Estado, pero nunca crearon una sociedad, y la única sociedad que existe en España está en el corazón, la mente, los hábitos, el amor y la devoción de sus mujeres.»[386].
En mi consulta, machos alfa desesperados y perplejos me preguntan a veces, los ojos arrasados de lágrimas:
—¿Por qué han asumido las mujeres los dos roles: criar a los hijos y cazar, lo que nos relega a los hombres, automáticamente, al papel de simples fecundadores, como los zánganos de la colmena?
—Bueno —les digo—, la causa remota de este fenómeno debe buscarse en la sociedad industrial del siglo XIX. Debido a la coyuntura económica, nuestros tatarabuelos, los explotadores de nuestros tatarabuelos más bien, necesitaron de pronto abundante mano de obra y recurrieron a nuestras mujeres y a sus niños. Al propio tiempo, la producción en serie abarató los productos manufacturados. La súbita aparición en el mercado de muchas mercancías, especialmente cuando llegaron los cachivaches eléctricos que aliviaban las tareas del hogar, provocó una conmoción entre las mujeres de los sectores más bajos de la sociedad, nuestras bisabuelas, que gustosamente se emplearon en trabajos extrahogareños para reforzar el sueldo del marido y acceder a esos bienes.
Te preguntarás: «¿Qué repentina ceguera se apoderó de ellas para que se dejaran embaucar de esa manera?»
Probablemente, el noble afán de embellecer la cueva o de embellecerse ellas mismas (cortinas, muebles, vestidos, perfumes, etc.). Ya sabes cómo son: se pirran por un nido agradable en el que reine la armonía, la belleza, el amor.
A la mujer de pierna quebrada y en casa, la persuadieron para que se liberara de la opresión del cazador. Las condiciones naturales habían cambiado. Debido a la mecanización, la inmensa mayoría de las tareas no precisaban fuerza física ni agresividad masculina: «Tú también puedes cazar —le dijeron—. No tienes por qué someterte a la esclavitud del hombre».
La incorporación de la mujer al mercado del trabajo se intensificó con las dos guerras mundiales que involucraron a los principales países de Occidente. Debido a las reclutas masivas, desconocidas en guerras anteriores, los hombres desampararon sus puestos civiles (la caza) para transformarse en guerreros. La producción industrial y agraria de los países implicados, todos de compleja economía, tenía que seguir rindiendo, y acaso más intensamente que nunca, para afrontar los gastos del conflicto. Los gobiernos, tradicionales reductos del patriarcado masculino, se vieron forzados a cubrir con mujeres los puestos que los hombres dejaban vacantes en las fábricas, en los campos y en las oficinas.
La mujer salió a cazar para mantener a los suyos y descubrió, sin mucha sorpresa, esa es la verdad, que era tan buena como el hombre en aquellos trabajos, e incluso, en ocasiones, mejor que él. Al término de la guerra, una insumisa generación de chicas liberadas que se había acostumbrado a disponer de su propio dinero decidió resistirse a la presión social que intentaba devolverlas a las tareas del hogar: la reclamación de igualdad de derechos por un incipiente movimiento feminista, hasta entonces testimonial y hasta pintoresco, caló profundamente en la mujer. Ni siquiera los buenos oficios del papa de Roma bastaron para devolver al redil a la oveja rebelde[387].
En el caso de España, las cosas fueron más despacio (ya se sabe que España, en su singularidad, siempre marcha con el paso cambiado y un cierto retraso respecto a Europa). En España, el factor principal que arrastró a la mujer al terreno de la caza fue el auge del consumo a partir de los años sesenta.
En ese decenio tan cambiante, en el que conviven formas pop y retro, se manifiesta un feminismo militante que parecía olvidado desde los tiempos de la Segunda República. Los notarios que levantaron acta de esa imparable liberación de la mujer fueron, por una parte, Lidia Falcón, la combativa autora del primer manifiesto feminista del franquismo[388], y por otra, Manolo Escobar, que en su afamado pasodoble Mujeres y vino no sólo proclamó gallardamente, sin que le dolieran prendas, la excelencia de la mujer, sino que la compatibilizó con la exaltación de los caldos nacionales[389].
¡Años sesenta, cochecillo Seiscientos y cubata! Espoleada por los bancos y por los comerciantes que concedían créditos y ventas a plazos, la familia española quería vivir con mayor desahogo y participar de todas las comodidades que ofrecía la técnica: electricidad, electrodomésticos, telefonía, diversiones, viajes. Todo el mundo se endeudó con las ventas a plazos. Nadie se resignaba a vivir con la sencillez y la austeridad de sus abuelos. Las mujeres se desprendieron de las tocas negras y vistieron vestidos estampados; del moño, del que estaban hasta el coño, se pasaron a la permanente y al pelo cardado, cambiaron los refajos por el sostén picudo, exigieron cocinas alicatadas hasta el techo con fridge y horno para guardar sartenes, y reivindicaron salita con tresillo y televisión.
Las fuerzas de las tinieblas, que hasta entonces las habían mantenido sujetas y entontecidas, se refugiaban en sus sacristías aturdidas y desconcertadas por los embates de la modernidad.
Para mantener el nivel que la vida moderna exigía era necesario aumentar la caza (o sea, los ingresos familiares). Solución: el hombre se pluriempleó y la mujer se buscó un trabajo remunerado, abandonó la cueva y salió a cazar[390]. En un principio se suponía que el esposo se bastaba para mantener el hogar y que ella trabajaba, siempre subalterna, a fin de distraerse y para obtener un dinerito suplementario «para sus caprichos»[391].
Comenzaba la competencia de los sexos. Las nuevas mujeres batallaron con el padre, el marido y el jefe, desertaron de la prisión del gineceo, escalaron puestos en la fábrica, la tienda, la oficina y la universidad, ganaron sus puestos a pulso, a veces pagando vejatorios peajes, dejándose la piel en el intento más a menudo de lo que se piensa.
Las mujeres se equipararon al hombre incluso en el terreno sexual, probaron la píldora y el támpax y reivindicaron su placer, el hasta entonces minusvalorado orgasmo femenino. Muchos hombres, al principio remisos al cambio, descubrieron, no sin asombro, que podían practicar el sexo recreativo con su santa, en la intimidad del hogar, sin tener que recurrir a las putas.
En España, durante algún tiempo, la mujer desempeñó trabajos considerados tradicionalmente femeninos: enfermera, profesora, asistenta social, partera, pediatra, secretaria, dependienta de mercería, etc. Yo mismo tuve una medio novia empleada en la fábrica de galletas Cuétara que se ufanaba de ello ante las amigas (del empleo, no de mí) y de lo moderna y atractiva que estaba con su bata de trabajo entallada y su cofia. Mientras las amigas cosían el ajuar en casa y por la tarde se acicalaban para salir al paseo a ver si pescaban novio, ella se sentía superior y liberada porque a fin de mes le daban un salario que le permitía mantenerse. Para ella, casarse no era imprescindible.
Después, la mujer comenzó a emplearse en oficios masculinos, en los que a veces su mera presencia era un reclamo para la clientela. En los años cincuenta causaron sensación las cafeterías americanas atendidas por atractivas chicas. Todas lo parecían, embutidas en sus uniformes de corte moderno y sexy (dentro de un orden).
Mientras te servían el café, vueltas de espaldas, tú te dabas una ración de vista —me cuenta un paciente—; cuando te devolvían las dos pesetas del duro (un café costaba tres), con un poco de suerte, les tocabas la mano. Una cosa fugaz, el mero contacto de las yemas de los dedos en la palma, pero con eso nos aviábamos (se padecía mucha hambre de sexo).
El acceso masivo de la mujer a la universidad completó el ciclo. Tradicionalmente se había evitado que la mujer se instruyera, incluso se sospechaba que la mujer instruida o bachillera podía terminar puteando, o sea, desbocándose sexualmente. Pierna quebrada y en casa, significaba mantenerla en la ignorancia: «Mujer que sabe latín, no tiene buen fin»; «Mujer leída, mujer perdida» (o sea, puta)[392] Si era de clase humilde, era la criada de la casa; si de clase alta, con algunas nociones de francés, repostería, pintura y piano, ya iba bien servida. Naturalmente si se la educaba para ser burra, se convertía en burra. Era normal darles estudios a hijos menos inteligentes y negárselos a las hijas aunque destacaran más que sus hermanos.
Más tarde, en los años setenta, comenzaron a menudear las bancarias, abogadas, psicólogas, taxistas, guardias municipales (casi siempre emparejadas a un varón protector) y, ya en los noventa, hemos visto mujeres que desempeñan trabajos que parecían reservados al hombre: bomberas, albañilas, mineras, veterinarias, militaras[393], ingenieras, arquitectas[394]. La mujer fue ganando competencia en el trabajo y seguridad en ella misma (a menudo frente a la incompetencia del macho, al que, sólo por serlo, la competencia se le suponía). Dejó de someterse a un padre primero y a un marido después. Podía tratar al hombre de igual a igual, como compañera. El tiempo de la esclavitud del hogar había pasado.
¿Cómo reaccionó el mono cazador ante aquella invasión de sus tradicionales predios?
Mal. Muy mal.
Cuando la igualdad de sexos empezaba a plantearse, Nietzsche, el genio alemán tan admirado por las filósofas españolas, escribió:
«Signo infalible de superficialidad de espíritu es equivocarse en el problema fundamental, negar el abismo que separa al hombre de la mujer y la necesidad de un antagonismo irreductible, soñar que puedan tener derechos iguales, educación idéntica y las mismas pretensiones»[395].
Los hombres se resistieron (nos resistimos), pero ellas pusieron constancia e inteligencia, y sacrificio, para vencer las resistencias. En los albores del siglo XXI, la mujer se ha equiparado al hombre después de alcanzar la doble capacidad de mantenerse por sí misma y de controlar sus embarazos[396].
Hay que consignar, sin embargo, que persiste la resistencia de una parte de la población masculina a cambiar esquemas mentales heredados de la tradición patriarcal y machista. Esa resistencia (¿podríamos llamarla «insurgencia» como en Irak?) ha desencadenado una reacción feminista que a veces se radicaliza en el abusivamente denominado «feminazismo»[397].
Existe una corriente de opinión cerrada, (como casi toda iniciativa varonil tocante a la mujer) que denuncia abusos feministas. En los medios leemos y escuchamos declaraciones como éstas:
«Los hombres han esclavizado a las mujeres durante quince milenios y ellas sienten la muy humana tentación de devolver la pelota a sus opresores»[398].
«Detrás de cada juez varón hay una comisaria política para velar porque sus sentencias sean feministamente correctas […] se crea una situación muy favorable para los intereses femeninos, lo cual no es malo en sí mismo, si no fuese porque demasiadas veces se realiza en detrimento de legítimos intereses masculinos en particular, y de la justicia, si es que esta palabra significa algo, en general»[399].
Son legítimos desahogos del varón destituido. Como le dijo Vlad el Empalador al prisionero búlgaro que le hacía objeciones al poste torcido: «Tontería que bregues».
¿Quiere esto decir que la liberación de la mujer ha desencadenado una guerra de sexos? Esa guerra existe, pero sólo entre tontos y tontas que se hacen notar porque disponen de portavoces y de altavoces. La inmensa mayoría de los humanos somos sensatos y sabemos que hombres y mujeres tenemos que llevarnos bien, admitir que somos diferentes y aprovechar eso que tenemos de distinto para complementarnos y acoplarnos. La verdadera felicidad está en la pareja: búsquela y que Dios o el azar reparta suerte.
—Es que mi pareja es una bruja, oiga.
—Pues cámbiese a otra hasta que acierte, hombre, antes de que ella se cambie a otro[400]. Encuentre a una mujer que, además de amante, sea su amiga.
—Ya la encontré, pero me despidió porque no soportaba la existencia de otra. Antes de darme la patada me enseñó que, según Aristóteles, lo más importante del mundo es la filia, la amistad. Ella no se lo aplicó, pero debe de ser verdad.
Las mujeres cubrieron los puestos vacantes en las fábricas.