CAPÍTULO 44
La mujer cazadora

A mi consulta de terapeuta aficionado llegan cada vez más casos de hombres estresados por la liberación de la mujer.

—¡Las mujeres se nos han encimado! —se quejan[379].

Estos casos, especialmente cuando se me presentan en sus fases terminales, que suelen venir acompañadas de temblores espasmódicos, afasia, prefasia y babeo, no resultan fáciles de tratar por un terapeuta aficionado. ¿Cómo rescatar a estos semejantes del hondo pozo de miseria en el que sus circunstancias psico-económico-sociales los han sumido?

—¡Ansiolíticos, ansiolíticos! —demandan en su desesperación, cuando lo que realmente necesitan son dos hostias bien dadas.

—¡A la vida hay que echarle un par, como enseña la epistemología en su doble vertiente constructivista y objetivista! —les explico—. Tonterías, las precisas, y las esquizofrenias paranoides, para los consultorios caros. Yo no he montado esta consulta de terapeuta aficionado en un barrio de clase media-baja (pero honrada a carta cabal) para que me vengáis a acrecentar vuestros problemas al verbalizarlos, sino para partear soluciones, el acreditado método socrático, la mayéutica, conocimiento no conceptualizado, vacunas contra la vida. Eso es lo que vendo.

¿Te sientes atrapado por el santo matrimonio? ¿Problemas con la parienta? ¿Y quién no los tiene? ¿Te equivocaste de mujer? ¿Y quién no se equivocó? Practícate una gayola y déjala que siga su curso (a tu mujer, digo, no a la gayola). Quizá no seas el hombre adecuado para ella o quizá ella no sea la mujer adecuada para ti. Mejor que cada uno discurra por su lado.

—¡Es que voy a perder a mis hijos!

—Natural: como que no son tuyos. Los hijos son de la madre, no del padre. Consuélate pensando que también te libras del coñazo de criarlos.

—¡Es que se me lo lleva todo, que me deja con una mano delante y otra detrás!

—Recuerda el consejo de Woody Allen: «He llegado a un acuerdo con mi mujer: ella se queda con todo». Y si eres mujer, recuerda el consejo de Ivana Trump: «No te cojas una depresión, cógelo todo».

—O sea, que tengo que aguantar que me desplume de lo que he reunido con mil fatigas a costa de matarme a trabajar toda la vida.

—No dramatices. Ella también ha trabajado de lo lindo.

—Tenía asistenta y vivía de puta madre, llevaba los niños al colé y se estaba por ahí toda la mañana tomando café con las amigas.

—No insistas, que te harás mal cuerpo. Cede. Recuerda el consejo del brahmán Imapahim: la caña se inclina en la dirección del viento, el agua se amolda a la forma de la vasija, fluye, suavízate, adáptate a las condiciones de la vida. ¿No lees la prensa? El millonario Sumner Redstone tuvo que indemnizar a su mujer Phyllis con tres mil millones de dólares, la mitad de su fortuna[380]. En Estados Unidos, que nos da la pauta en tantas cosas, «las separaciones han entrado en el mundo de los negocios […] los cónyuges podrán incluso aspirar a los ingresos futuros de sus antiguas parejas si demuestran que los años en común contribuyeron al mejor desempeño profesional de ambos»[381].

Los hombres del siglo XXI debemos admitir que la vida ya nunca será lo que fue. El que aspire a una esposa sometida y esclava, más vale que emigre fuera de Europa, instale un tenducho en un zoco y se convierta a una de esas religiones diseñadas para someter a la mujer.

Estamos como estamos, querido paciente mío y tuyo, por culpa de nuestra naturaleza, no de las mujeres. Y mientras decidimos si eran galgos o podencos con estas masturbaciones mentales que no conducen a nada, nuestro querido cromosoma Y se va a la mierda, abandonado a su progresiva degeneración.

Los hombres vamos en caída libre al sumidero de la aniquilación mientras las mujeres suben como un cohete. Acéptalo y no te tortures. Déjate arrastrar por el río de la vida, microbio humano, a tu propia extinción.

Para aceptar que las cosas están como están y no van a cambiar (si acaso, cambiarán a peor), vamos a examinar el proceso de liberación de la mujer.

Durante cientos de miles de años, la hembra del homo salidus ofreció al macho sexo, servicios y crianza de la prole a cambio de alimentos y protección. Las teníamos trincadas por el alimento: si no te sometes, no comes, así de claro. Aparte de las palizas, claro está[382].

Nuestras bisabuelas nacían con los grilletes puestos, en una casa reglada en la que un macho más o menos alfa imponía su autoridad de pater familias, casi con derecho a la vida, como en tiempos de Roma. Desde pequeñitas, la madre las preparaba para un único futuro: casarse, ser amas de casa y conquistar el mando con artimañas maquiavélicas, sin que el macho lo advierta. Primero servían al padre y a los hermanos; tras la boda, al marido y a los hijos. De mocitas, en los ratos libres, cosían el ajuar o trabajaban en el campo o en el taller por un sueldo miserable con el que entibaban la economía familiar. La peor parte la llevaban las mujeres de clase media, que debían soportar la clausura de una vida hogareña durante años sin más salida que las propias de la devoción (tenían que ser buenas cristianas).

El matrimonio, único objetivo de la mujer, debía ser «de buena proporción», es decir, con un hombre de ciertos recursos, cuando no de un estatus social más elevado que el propio. Durante siglos, fueron las propias familias las que concertaron los matrimonios, a veces sobornando a un hombre mediante la dote[383]. Cuando, a partir del siglo XIX, se dejó a la mujer la facultad de elegir entre sus pretendientes, se dio la circunstancia de que muchas erraban en el cálculo y se quedaban solteras de por vida[384].

Así funcionaba la sociedad cuando, de pronto, en el siglo XX, las hembras se desprenden del corsé de ballenas que no las dejaba respirar, abandonan la cueva, se incorporan a la partida de los machos y cazan por ellas mismas. A menudo, avergüenza admitirlo, mejor que nosotros.