CAPÍTULO 42
Cuando la Preysler es más joven que sus hijas

La mujer envejece mal, incluso muy mal. La Naturaleza, tan próvida en tantas cosas con ella, le ha gastado esa putada.

El mayor problema de la mujer es conservar la apariencia de una veinteañera genéticamente idónea para la procreación que atrae al macho proveedor-protector y, de paso, hace que sus coetáneas peor conservadas que ella se mueran de envidia[365].

Ya pasaron los venturosos tiempos en que el tocador de una mujer se limitaba a una polvera, un tubito de rímel, un bote de crema Bella Aurora y una pastilla de jabón Heno de Pravia, los tiempos en que Carmen Sevilla se alisaba las arrugas del cuello cogiéndose en el cogote, con un esparadrapo, un dobladillo de piel fláccida.

Hoy el tocador femenino requiere un fuerte desembolso patrimonial. La ciencia y la técnica (representadas por clínicas estéticas) se combinan y aúnan esfuerzos en su afán de vender juventud a mujeres que con la edad han alcanzado cierta capacidad adquisitiva: el tratamiento atlean, la terapia celular, el antigravity, el tratamiento imperial, el Radar-10, la recuperación volumétrica global (o gentle lift), los mallados tensores de ácido poliláctico, el láser Fraxel, el efecto flash, la bioplastia y otros milagros que le devolverán la juventud (más o menos).

Como todo eso falla, natural, las obligan a recurrir a métodos más radicales: gimnasios, masajes, dietas milagrosas y, finalmente, cirugía estética.

Cuando algún marido angustiado por las facturas acude a mi consulta, yo siempre le digo lo mismo:

—Mira la parte positiva. Tú te has fijado cómo están Tita Cervera y la duquesa de Alba, ¿no? Pues así de joven y atractiva te pueden dejar a tu mujer.

—Entonces, ¿qué hago?

—Tu mujer está convencida de lo que hace y dispuesta a seguir, ¿no? Pues date por follado. Tú no eres nadie para interponerte entre la ciencia-restauradora-que-hace-milagros y su felicidad. Es más: tienes la obligación moral de devolverle, aunque sólo sea en una mínima parte, toda esa felicidad que te ha procurado en treinta años de matrimonio.

Debe de ser casualidad que cuanto menos culta y preparada sea la mujer, más gaste en falsificar su apariencia. Brasil y Colombia están a la cabeza del mundo en tetas siliconadas. En Europa, lleva la delantera España, como no podía ser de otro modo. Aquí se practican unos cincuenta mil implantes mamarios al año[366].

—¡Oye, rico, que estas tetas son de una servidora! —te advierte la chica con la que intimas con vistas al posible apareamiento.

Y suele ser verdad. Porque la financiación fue a 30, 60 y 90, lo habitual, y ya ha terminado de pagarlas.

Oigamos a la feminista australiana Germaine Creer: «Como la celulitis no mata y tampoco desaparece, es una mina de oro para los médicos, nutricionistas, naturópatas, aromaterapeutas, expertos en fitness y organizadores de planes de vida. Los fabricantes de cremas, aparatos de ejercicio, cepillos para eliminar las células muertas y suplementos dietéticos ganan un pastón gracias al disgusto, atentamente cultivado, que sienten las mujeres por sus propios cuerpos […]. La tiranía de la belleza funciona en dos frentes: por un lado está la publicidad, diciéndonos que a los cuarenta debemos tener un cuerpo de veinte porque el macho sólo busca a la joven en edad reproductora. Y luego está la presión interna que hemos recibido siempre, en la educación, porque desde pequeñas se nos ha educado para dar siempre la mejor imagen como mujer».

Si algo hemos aprendido los hombres es que una mujer jamás acepta serenamente el paso de los años. Sarah Bernhardt, una de las mujeres más seductoras e inteligentes del siglo XIX, se retrató metida en su ataúd a los treinta años, aunque no murió hasta los ochenta (era entonces costumbre fotografiar a los muertos para la posteridad)[367]. De este modo, en su fotografía mortuoria aparece tan bella como en la lozanía de su edad, que, como saben los entendidos, sólo alcanza la mujer entre los treinta y los cuarenta, no antes.