CAPÍTULO 40
Los engaños

Un paciente de mi consulta de terapeuta aficionado me comentaba, no hace mucho, con pasmo y admiración, el cinismo con que su amante respondía a una llamada telefónica del marido en plena cabalgada, mientras él se esmeraba en el estacato final.

—Chico, yo no me imagino en la misma situación. Yo nunca atiendo el móvil cuando estoy en la faena copulatoria porque estoy seguro de que mi mujer me lo notaría.

No sé si se lo notaría, pero desde luego lo notaría raro y después de decirle «Te noto raro, Manolo» accionaría la moviola y examinaría indicios pasados, lo que la conduciría primero a la sospecha y después, fatalmente, al descubrimiento de tu infidelidad.

Es muy difícil que un hombre engañe a una mujer y, si ella sospecha o es recelosa, es directamente imposible. Los hombres que logran engañar a la mujer lo hacen con esa parte femenina que ellos también poseen; al plenamente masculino, al macho alfa-alfa, la mujer le detecta fácilmente la mentira. No necesita comprobar que traes los calzoncillos al revés (los palominos, delante; lo amarillo, detrás) para advertir que vienes de estar con otra. Distinto es que, por conveniencia, disimule y se deje engañar o acepte la situación. Si ya no está enamorada, razona: «Bueno, lleva parte de lo que caza a otra cueva, a cualquier pelandusca, pero mientras a mí y a mi prole no nos falte de nada, que haga lo que quiera el desgraciado. Menos durará».

Esta comprensiva actitud de las esposas experimentadas es bastante frecuente cuando alcanzan una edad en la que la práctica del sexo las incomoda (al menos, con el marido). Entonces se hacen las despistadas, como si no se enteraran de nada, y dejan que otra peche con las urgencias y las marranadas varoniles.

—O sea —deducirá el compungido lector—, que son más listas que nosotros.

—Más listas no, desgraciado: ¡muchísimo más listas! Cien vueltas nos dan y todavía les sobran vueltas[361].

Consuélate pensando que tú eres el cazador, el guerrero, el musculitos, el dominador, y ella la remilgada, la suspicaz, la parte débil de la pareja. Cuando no puede abrir el bote de la mayonesa, ¿a quién recurre?

A ti, naturalmente.

Cuando, en la película, el asesino de la sierra mecánica se aproxima a la morenaza inmovilizada con esposas a la trilladora en un granero de Arkansas, ¿a qué brazo se aferra, en qué hombro esconde su faz para evitar la visión de lo que va a ocurrir en la pantalla?

En los tuyos naturalmente.

Eres su héroe, su refugio. Enorgullécete. Tú, su infalible cazador, su invicto guerrero, tienes el estómago preparado para las emociones fuertes y además desdeñas las menudencias de la vida, atento sólo a lo fundamental.

La infidelidad, sea real o solamente imaginada, conduce fatalmente a los celos, «el mayor monstruo», como los llamaba Calderón de la Barca.

La única diferencia entre los celos masculinos y los femeninos estriba en que el celoso recurre frecuentemente a la violencia física, mientras que la celosa prefiere la psicológica, basada en su dominio de argucias emocionales (cada uno emplea las ventajas que tiene sobre el otro, al fin y al cabo).

—Sí, protesta uno de mis clientes, pero con las heridas psicológicas no puedes acudir a un juzgado de guardia.

Un reputado psicólogo asegura que el número de celosas supera al de celosos[362]. Los celos suelen aparecer en la mujer entre los veinticinco y los treinta y cinco años, justo antes de alcanzar la madurez física, cuando no se sienten tan atractivas como antes y empiezan a obsesionarse con que sus parejas miran a las jovencitas. Pero, aunque abunden en esa edad crítica, los celos pueden darse en cualquier edad, por provecta que sea.

Los cónyuges desavenidos desembocan en divorcios virulentos en los que cada cual da lo peor de sí mismo. Al psiquiatra Rojas Marcos le pregunta un entrevistador la razón de ese odio africano que a veces surge en la pareja rota:

—Ese es uno de los temas más sorprendentes del comportamiento humano. Incluso las propias parejas se sorprenden del odio, el resentimiento y la violencia que se desatan en momentos así. El amor se transforma en odio, y cada contendiente ataca al otro en sus flancos más íntimos y vulnerables, que conoce bien[363].