Un chiste de los que cuentan en La Inmaculada Concepción de María’s: Un matrimonio había tenido siete hijos y el padre, orgulloso de su prole, adoptó la costumbre de llamar a la mujer Madre-de-siete-hijos en lugar de Maximina, como realmente se llamaba, Maxi para los íntimos. Ella se lo había advertido reiteradamente: «Mira, Pepe, no es por nada, pero que no me gusta que me llames así, que parece que es que me has cogido como si fuera una coneja, sólo por la prole, llámame Maxi, como cuando éramos novios y me invitabas a chocolate y churros en San Ginés».
Pero él, obstinado como solemos ser los tíos, seguía erre que erre llamándola Madre-de-siete-hijos, incluso delante de gente extraña.
Hasta que un día ella se cansó.
Suena la llave en la puerta y se escucha la voz del jovial esposo:
—Madre-de-siete-hijos, ¿tienes preparada la cena?
—Aquí la tienes calentita, Padre-de-cuatro-hijos.
En los años cincuenta del siglo XX, antes de los anticonceptivos, unos científicos estadounidenses que investigaban la herencia de los grupos sanguíneos descubrieron asombrados que una cuarta parte de los hijos no eran de su presunto padre. El descubrimiento se silenció por motivos obvios[352].
«Hace poco se intentó realizar un estudio genético en una de las múltiples comunidades histéricas (sic) españolas, o más o menos españolas. Dicho estudio se suspendió en aras de la felicidad y armonía conyugal, porque se obtenía un elevado porcentaje de hijos que no correspondían al padre a quien deberían corresponder según el libro de familia»[353].
—¡Es que son unas putas…! —me imagino al misógino tendido en el diván de mi consulta o al misógino agazapado entre los pliegues cerebrales de cada macho.
—No, no son unas putas —disiento desde mi responsabilidad de terapeuta aficionado especializado en los trastornos emocionales de la pareja—. Lo que son es unas románticas que se dan con generosidad[354]. Y, además, son lo mejor que hay en la Naturaleza. Ocurre que están condicionadas por las ciegas leyes de la evolución, lo mismo que nosotros.
—O sea, que no hay culpables…
—En efecto, las reclamaciones al maestro armero, es decir, a Dios, si crees en él, y si no a Darwin, que fue el que lo lio todo.
A este propósito, y en vista de que este coñazo de la berrea se prolonga, contaré un sucedido veraz: las monjas de cierto colegio concertado han organizado un belén viviente con alumnos. Es notorio (excepto para el marido, como suele suceder) que la mamá del que hace de niño Jesús intimó con uno de los padres presentes genéticamente superiores a su marido. Las monjitas comienzan a cantar el cándido villancico Dime, niño…, ¿de quién eres? La mamá del niño Jesús cree que la cancioncilla va con segundas e interrumpiendo el emotivo acto invade atropelladamente el escenario, coge a su niño Jesús de la mano y abandona el salón de actos dando un portazo:
—¡Vámonos, hijo, que son todas unos bichos!