El otro día, a falta de fútbol en la telebasura, los tertulianos habituales de La Inmaculada Concepción de María’s nos entretuvimos viendo un programa rosa en el que una cuadrilla de petardos y petardas comentaban los arrejuntamientos y separaciones de otros petardos y petardas sin oficio conocido, famosos solamente porque salen en la tele.
El tema dominante, los cuernos, me hizo pensar en la cantidad de problemas que acarrea la infidelidad. Algunos tertulianos aseguraban que ha crecido al amparo de la libertad sexual y de la vida moderna[326]; otros, que cuernos hubo siempre, lo que pasa es que ahora no se les concede la importancia de antaño y por eso son más notorios.
La mitad de mis pacientes consultan asuntos de cuernos, unas veces porque los están poniendo y les remuerde la conciencia, otras porque se los ponen a ellos; y otras, finalmente, por alardear y contarlo. De todo hay.
—¿Vosotros ponéis los cuernos porque sois muy machos? —replican las mujeres—. ¡Pues veréis de lo que somos capaces nosotras!
El resultado ha sido el nacimiento de una mujer sexualmente liberada, la hembra miscelánea que copula con todo macho apetecible. ¡Y ellas lo tienen más fácil![327].
Bien mirado, uno de los motores de la historia han sido los cuernos.
Por unos cuernos comenzó la guerra de Troya, toda Grecia movilizada para lavar la honra del rey Menelao y, subsidiariamente, si ello fuera posible, persuadir a la bella Helena de la conveniencia de reintegrarse al lecho conyugal.
Por unos cuernos se separaron los Albertos de las Koplowitz, lo que acarreó un cataclismo financiero y empresarial de vastas proporciones[328].
—Por unos cuernos mató mi tío Ahmed a su mujer —añadió Mohamed—. La muy ladina usaba el tradicional velo islámico para visitar a su amante sin que nadie la conociera. La descubrieron porque Alá permitió que el techo se hundiera a causa de la vehemencia con que pecaban, y los adúlteros cayeron, con cama y todo, en la barbería Las liendres, que estaba debajo, en la hora de mayor concurrencia. Tres heridos graves provocó el lance[329].
—Por unos cuernos me vetaron a mí en Suecia —intervino Ingrid Bergman desde el cartel de Casablanca[330].
Ya explicamos, páginas atrás, que la psicología evolutiva (la que trata de explicar cómo y por qué ha evolucionado la conducta de nuestra especie) admite que la promiscuidad es una cuestión orgánica, genética[331].
—¿Quiere eso decir que la fidelidad, la pareja y el matrimonio son imposiciones culturales recientes en términos evolutivos? —intervino Vicente Vallecillo Arjonilla, el gerente de la Funeraria El Descanso Eterno.
—Así es —respondí—. El macho cazador, cuando se vio obligado a mantener a una hembra y a su camada, le exigió, a cambio, que le fuera fiel, porque quería asegurarse de que los hijos que concibiera transmitirían sus genes[332].
—¿Y ella estuvo de acuerdo? —preguntó Paco Estero Escañuela.
—Ella hizo lo que todas. Te dan la razón y luego hacen lo que les parece. La monilla no tenía motivos genéticos para exigirle reciprocidad al mono, pero, no obstante, prefería que no copulara con otras. A ninguna le gusta compartir la caza de su macho con rivales o antecesoras[333].
—De eso puedo dar fe —apuntó Ceferino Escavias Andújar, del Ilustre Colegio Notarial—. De ahí la obsesión que tienen por enmendarle la plana a la Naturaleza y parecer más jóvenes y atractivas que las demás (o sea, más fecundas e idóneas para transmitir los genes). Se gastan el patrimonio en cremas y potingues, y luego, tras el deceso y la apertura del testamento, me vienen los albaceas y los herederos protestando que sólo quedan deudas. Esa competencia por parecer jóvenes tiraniza incluso a la mujer moderna, supuestamente liberada[334].
Si la promiscuidad es lo natural, fácilmente se deduce que la infidelidad también es natural. La hipocresía de la sociedad en general y la discreción de los adúlteros, y especialmente de las adúlteras (la vida les iba en ello), ha permitido que, a lo largo de la historia, la inmensa mayoría de matrimonios hayan discurrido por la vida sin sombra de sospecha.
—Dímelo a mí —intervino Ingrid—. Como dicen los franceses, el matrimonio es tan pesada carga que a menudo se necesitan tres personas para llevarla[335].
Existen infidelidades de un solo episodio (dos desconocidos coinciden en el AVE, charlan, intercambian confidencias, copulan en el retrete y al llegar a la estación terminal toman un café antes de despedirse para siempre), y existen infidelidades de largo recorrido que duran toda una vida, paralelas al matrimonio, como un segundo matrimonio, más sincero en realidad, que ayuda a sobrellevar el primero. A veces la pareja infiel decide cortar con los legítimos y vivir juntos. ¡Mal, muy mal! Mi experiencia como terapeuta aficionado me indica que, en nueve de cada diez casos, lo que antes era excitante y misterioso encuentro clandestino se convertirá al poco tiempo en tedio matrimonial y nuevamente tendrán que buscar cada uno por su lado a un tercero que les ayude a soportarlo. El mal no estaba en los anteriores cónyuges sino en la rutina que inevitablemente se apodera de la pareja, en el aburrimiento, en la relajación, en presenciar cada día las miserias del otro, sus pelos en el fondo de la bañera, sus zapatillas malolientes que no se decide a cambiar porque les ha tomado cariño (o apego).
Mi consejo terapéutico a los cornudos es siempre el mismo: calma y no hacerse mala sangre ni recurrir a venganzas calderonianas. Consolarse porque esa situación es más cotidiana de lo que parece. Si reputados biólogos afirman que «la infidelidad es la norma y no la excepción en casi todas las monogamias animales»[336], el mono salido, a cuya especie pertenecemos, no iba a ser distinto: lleva la promiscuidad en la sangre. Cuando vivíamos en los árboles, toda mona en celo atraía a una pandilla de machos que la montaban por turnos. Las preñeces no tenían padre reconocido, eran patrimonio de la colectividad[337]. Ahora hemos abandonado los árboles pero no el instinto. Es lo que vengo diciendo a lo largo del libro: si eres macho, te empujará a copular con cuantas hembras te lo permitan a fin de asegurarte la pervivencía de tus genes[338]. Si eres hembra, el mismo instinto natural te arrastrará a los brazos de pollancones atractivos que les aseguren a tus crías unos genes potentes.
O sea, nosotros buscamos cantidad; ellas, calidad.
El caso de san José Bendito viene a ejemplificar lo que exponemos. Aquí tenemos el clásico emparejamiento desigual entre un venerable anciano de barba blanca y una jovencita en flor. Evidentemente, se trata de una boda por interés en la que José pone sus haberes (una próspera carpintería) y ella, su juventud.
Antes de contraer matrimonio (y de consumarlo), María se queda preñada. ¿De quién?, ¿del anciano novio? No. Se sabe de cierto que José no ha sido, aunque él, que es todo un caballero, decide, a pesar de todo, casarse y reconocer como hijo suyo lo que venga[339].
La historia de José y María, si nos atenemos a lo estrictamente científico y conductual (en teologías no me meto), ejemplifica lo que venimos exponiendo: ante la perspectiva de concebir de un hombre declinante y viejo, la Naturaleza arrastra a María a buscarse unos genes potentes para su prole. ¿Y quién más potente que el propio Dios, si creemos el testimonio de la interesada, refrendado por la Iglesia?[340].
Fuentes tardías atribuyen la preñez de María a un soldado romano llamado «Pantera»[341], lo que no contradice en absoluto lo que venimos diciendo, ya que, con ese oficio y con ese nombre, hemos de suponerlo fornido, apuesto y excelentemente dotado (de genes, se entiende), que es lo que ellas van buscando.
Así lo entendió también José, el cual, bondadoso y comprensivo, dijo pelillos a la mar y decidió cargar con la paternidad putativa de la criatura[342]. No deja de ser significativo que después del episodio de Belén, san José no vuelva a mencionarse en los Evangelios[343].
En los apéndices encontrará el lector interesado más datos acerca de la infidelidad. No los pongo aquí por no hacerle mal cuerpo para las páginas venideras.