CAPÍTULO 33
Rutinas de mantenimiento

La mujer es una segunda madre, una madre sustituta de la primera, a la que tanto añoramos desde el traumático destete. Además de todo lo que nos daba la anterior, nos da sexo. ¿Qué más se puede desear?

Esa dependencia emocional respecto a la mujer, sea madre o esposa, no hay por qué vivirla negativamente. A menudo es lo mejor que puede ocurrimos en esta vida porque las mujeres son más prudentes y sensatas (de nuevo su complejidad cerebral) y excelentes administradoras de la pareja sin más exigencia que cariño, fidelidad, un poco de limpieza en el baño y haberes.

Cuando una mujer toma posesión de un hombre, el instinto la inclina a cuidarlo como una madre cuida de su hijo o como las hormigas cuidan a esos pulgones de los que extraen sus jugos dulces.

La mujer nos lo da todo a cambio de un poco de comprensión.

—No es fácil comprender a una mujer —aseveró el gurú Vanadartipanchatranpadeza en una reciente charla a sus adeptos[312]—. No es fácil porque, sujeta como está a sus ciclos biológicos, no se trata de una mujer, sino de las varias que se suceden a lo largo del ciclo[313].

—¿Entonces qué podemos hacer al respecto, “Soberana Luz”? —preguntó uno de los adeptos.

—Comprensión, mano izquierda, entrega incondicional y paciencia —respondió la “Soberana Luz”—. La mujer es una criatura delicada que requiere una atención constante. No basta con mantenerla y cuidarla en un nido cómodo dotado de todos los artilugios y potingues que constantemente salen al mercado y anuncia la televisión. Además de todo eso, meramente material, la mujer necesita amor, ternura, atenciones, finezas, que la escuchen…, en fin, implicación emocional además de económica[314].

A este propósito diré que Blas Burnout Millán, uno de mis pacientes en la consulta de terapeuta aficionado, propietario de un videoclub, tiene observado en su negocio hasta qué punto le cuesta a la mujer disociar el mero sexo del amor.

—Cuando alquilan una peli porno, la ven hasta el final con la ilusión de que el asunto termine en boda.

Así es. Incluso las que practican el llamado «turismo de romance» (que explicaremos cuando le toque) necesitan persuadirse de que están viviendo una desinteresada historia de amor.

Es una pena que la sabiduría de la “Soberana Luz” no alcance a iluminarnos a todos. Por lo que tengo comprobado en mi consulta y en las charlas informales que capto en la barra de La Inmaculada Concepción de María’s, cuando un hombre se ha emparejado y cree que su relación es sólida y segura, descuida a la mujer, prescinde de los detalles propios del cortejo que considera superfluos, se ensimisma, se centra en sus problemas, en su trabajo, en los resultados de su equipo de fútbol favorito…

En resumen, la caga. Pasa de los fingimientos del cortejo a la descarnada dejadez del matrimonio (o la pareja establecida). La tumba del amor es el matrimonio, y también la primera causa de divorcio (no exagero: está estadísticamente probado)[315].

¿Cómo reacciona la mujer decepcionada y dolida por ese desamor?

Lo primero que hace es racionarte el sexo[316]. «Si tú me escatimas el cariño, el tiempo que pasas conmigo y las atenciones, yo te restrinjo el sexo», parecen decirnos en su callado reproche y en su noble anhelo por componer lo descompuesto y regenerar la convivencia deteriorada.

El hombre prudente que desee prolongar más allá de la fase del enamoramiento esa disponibilidad de su mujer para el sexo y el cuidado de su intendencia, alargará la ficción romántica que ella demanda y la halagará y regalará como en los primeros tiempos de la seducción[317]. De ese modo, seguirá disfrutando de esos juegos y variaciones eróticas a los que la mujer se resiste cuando se disipa el encantamiento inicial.

Para conseguir que ella te lo dé todo, debes tú dárselo a ella también. La pareja es un toma y daca. El amor no es altruista. Uno da para recibir del otro. Ese cambalache forma parte del romanticismo que ella busca y de la entrega sin gazmoñerías que buscamos nosotros.

Hace falta empatía, ponerse en lugar del otro. La otra persona es distinta, con otras apetencias y necesidades, y cubrirá las tuyas en la medida en que tú la contentes. Esto me trae a la memoria la experiencia de un paciente que se quejaba de la mutación operada en su esposa: «De novios me hacía unas felaciones extraordinarias, ella sentada en la taza del váter; yo, de pie, después de la ducha matinal. A los pocos días de casarnos se descubrió una arruguita en la mejilla, la atribuyó a las cotidianas felaciones y dejó de practicarlas».

Desde la torpe perspectiva masculina, la arruguita era causa de la suspensión de las felaciones. ¡Error, inmenso error! Esa es la disculpa que te da, alma de cántaro, esa es la mera superficie del problema. La verdadera causa de su frialdad reside en que no la estimulas lo suficiente: antes buscaba el contrato matrimonial, o, al menos, el compromiso de la vida en común, el nido. Ya lo ha conseguido. Ahora debes ofrecerle algo más. Comunícate con ella, indaga sus ilusiones, sus proyectos, sírvela, desvívete por ella y verás como regresan las felaciones. Lo de la arruguita en la mejilla tiene arreglo y no sólo con cremas antiage[318].

¿Cómo contentar a una mujer?

Nada más fácil. En primer lugar, cuida los detalles, apunta en tu agenda las fechas románticas: los aniversarios de cuando os conocisteis, de cuando te declaraste, del primer beso, del primer revolcón[319]; su cumpleaños, su onomástica, el día de la madre…

En esos días, si tu peculio no te permite la adquisición de algo que brille y se adquiera en joyerías, regálale por lo menos flores o bombones o llévala al cine, o a cenar fuera.

Cuidado: no basta con tener esas atenciones en fechas fijas, veinte o treinta al año, y descuidarla el resto. Que no pase día sin atención o sin piropo, aunque sólo sea una mirada sucia y pecaminosa cuando está en la ducha (Wojtyla declaró pecado desear a la esposa si no era con fines reproductivos)[320].

Que va a la peluquería: alaba lo guapa que está. Que estrena un vestido: alaba lo bien que le sienta[321]. Elogíale lo que sea, lo ordenada que es, su risa cantarina, su prudencia, lo rico que le ha salido el cocido[322].

Sé detalloso, llévale regalitos: la chocolatina que te pusieron con el café, el recambio de la fregona que ayer dijo que necesitabais, un gato chino feliz para la consola de la cocina, una inesperada flor. Si estás atento y piensas un poco en ella, las ideas te saldrán al paso. Imagínate que pasas por la puerta de una floristería y descubres, en el montón de los desperdicios, un clavel desechado porque tenía el tallo demasiado corto. Llegas a casa, besas a la amada y le entregas el clavel. Ella, sorprendida, te pregunta: «¿Y esto?» Tú la vuelves a besar y le susurras al oído: «¿Qué tiene de extraordinario? Una flor para otra flor»[323].

Ya sé que suena cursi y ridículo. Incluso puede que lo sea. Pero en la calidez de la relación de pareja ese clavel le recuerda que la quieres y que la tienes siempre presente, que eres su enamorado, que esos pelos que dejas en el lavabo y esos ronquidos y esos pedos que soporta en la cama y en el sofá tienen una contrapartida romántica que hace que valga la pena continuar a tu lado.

¿Quieres mantener enamorada a tu mujer?

Hazla reír. La risa libera endorfinas en su cerebro, la hace sentirse mejor, la predispone a la intimidad.

Valora su trabajo. Reconoce que si no fuera por ella la casa sería un desastre y tu vida sería una catástrofe.

Llámala espontáneamente. Un telefonazo desde el trabajo, cuando no lo espera, para decirle simplemente que la quieres: «¿Cómo está hoy mi niña?»

A la mujer hay que escucharla. Escúchala aunque te parezca que habla demasiado o que su conversación es insustancial, menudencias domésticas y cotilleos de patio de vecinos. Recuerda que tiene más conexiones cerebrales y necesita comunicarse, verbalizar y socializar. Por el mismo motivo debes disculpar su aportación a las facturas de teléfono: necesita desahogarse con alguien, y lo hace con las únicas que la escuchan, con las amigas. Intenta escucharla tú. Pero escucharla de verdad, participativamente atento. No basta con fingirlo. Ella intuye cuándo estás pensando en otra cosa, o piensa que estás pensando en otra cosa, y se indispone cuando te pregunta: «¿En qué piensas?», y tú respondes: «En nada».

Ella ignora que en tu cerebro existen zonas de descanso, como en las autopistas, donde uno no conduce sino que simplemente desconecta. Las mujeres, por el contrario, tienden a pensar continuamente. Creen, como dijimos antes, que si le dices que no pensabas en nada es porque quieres ocultarle que pensabas en otra. Más te vale emitir una mentira piadosa: alguna asociación de ideas que pruebe que la estabas escuchando.

—De pronto, no sé por qué, he recordado cuando nos conocimos —dile—. Ese fue el día más decisivo de mi vida. Y pensar que si no me hubiera dado aquella costalada por hacerme el macho y coger la flor en el escarpe del barranco, tú nunca te hubieras fijado en mí.

—Sí. Ya me había fijado, tú eras el único que destacabas entre tus amigos.

Ella es lista y no añadirá que destacabas por el acné.

Además de escuchada, ella quiere saberse protegida. Aconséjala cuando solicite tu parecer y procura coincidir con lo que ya ella tenía pensado y decidido de antemano: eso te hará ganar puntos.

«¿Qué vestido me favorece más?», te pregunta cuando duda cuál ponerse. Y tú respondes distraídamente: «El magenta que vira ligeramente a verde». Entonces ella te propone: «¿No te gusta más el beige azuleante, con tonos verde botella virantes a rosa pálido?» Respóndele: «Pues, ahora que lo pienso, llevas razón, cariño. Ése es más bonito. Los dos te sientan de maravilla, pero especialmente, ése».

O sea: empatía, lo que ella quería oír, ponerse en el lugar del otro. Ese es el pegamento que mantiene unida a la pareja, la empatía.

¿Mentir en el matrimonio es falsear la relación? Por supuesto que no. La sinceridad absoluta es el camino seguro al fracaso. «Donde hay confianza, da asco», dice el sabio refrán castellano.

Sírvela. No te contentes simplemente con bajar la basura. Llévale el desayuno a la cama. Hazle recados. Realiza pequeños trabajos domésticos con tu mejor semblante, descubre el pequeño placer de pasar la aspiradora, de alcanzar con el tubo las pelusillas de debajo del sofá o de la cama. Para ello usa la imaginación: piensa que son jugadores del equipo rival que han invadido tu hogar, tu castillo. Cuando estéis en una reunión de parejas no caigas en la tentación de dar a entender que tú llevas los pantalones en casa, sino más bien todo lo contrario. Fíngete un marido moderno que comparte los quehaceres y la sirve. Aunque no sea del todo verdad, ella se sentirá halagada porque las otras esposas le envidiarán el marido y tenderá a disculpar lo desastre que en realidad eres.

Halágala. Ella, a cierta edad, se siente insegura de su físico, tiene el gran problema de la edad, las arrugas, las carnes fláccidas, la celulitis. Hazle ver que no percibes nada de eso, que la deseas más que nunca. Métele mano al menor descuido. Dile: «Si yo fuera hombre y no un desperdicio, esta ruina humana en que la edad y los disgustos me han convertido, te haría esto y lo otro, estaría todo el día dentro de ti, te ibas a enterar de lo que vale un peine…». Cuanto más basto sea el piropo, más te lo agradecerá, especialmente cuando ya no le echan esos piropos por la calle.

—Pepe, ya no me piropean los albañiles como antes… Ya no me encuentran atractiva.

—¡Qué ignorante eres! Estás mejor que hace veinte años. Lo que pasa es que los albañiles se han amariconado y ya no son lo que eran. Algunos hasta han salido del armario, que era de mampostería, naturalmente. El otro día leí una encuesta (invéntate los datos sobre la marcha) según la cual la decadencia de la libido afecta especialmente a las profesiones relacionadas con la construcción.

—¿De veras?

—Ya lo ves. Por lo visto es cosa del amianto o del cemento. Como antes no había tanto cemento…

Recuerda que las mujeres tienen más visión periférica. Cuando vas por la calle ella percibe cómo miras a las otras, ese escáner constante que tienes en la mirada y que va avisando continuamente «bip, bip, bip», o sea «a esa me la tiraba y a ésa, y a ésa». Neutraliza esa impresión criticando a toda la que veas:

—Mira aquella rubia, qué manera de provocar. Se creerá que va atractiva con esos muslazos y esas caderas.

—¿No os gustan así a los hombres?

—A otros no digo yo que no les guste, pero al hijo de mi madre le parece repugnante ese contoneo y esas curvas. Para mí, donde se pongan unas caderitas estrechas y huesudas y escurridas como las tuyas que se quite todo.

—Pues a los hombres os gustan así, buenorras…

—Eso era antes, mujer, en tiempos de nuestros abuelos; hoy hay que ser muy tonto para excitarse con una mujer de 90-60-90[324].

O sea, hazle ver que el tipo ideal, el canon de belleza, es justamente el suyo, y que el resto de los hombres están equivocados o pervertidos por modas absurdas.

—¿No tengo las tetas colgonas?

—A mí me gustan como son, no esas barbaridades que se ven por la calle.

—Pues tú bien que las miras.

—De feas que son.

Complace a tu pareja. No digo solamente llevarla al cine y hacerle regalitos y arrimar un poco el hombro en casa. También me refiero a provocarle orgasmos. Ya sé que, como decía Marcial, esto (el pene) no es cosa que se alargue como el dedo, y que a cierta edad está uno para poco, pero debes esforzarte de todos modos, que vea que mantienes enhiesta, aunque sólo sea moderadamente, la antorcha del amor.

Ya ves lo fácil que es hacerlas felices.