Hemos quedado en que a los machos, debido a nuestras limitaciones cerebrales, se nos dispara la pulsión sexual en cuanto detectamos una ocasión propicia. Después, cumplido el expediente coital, nos enfriamos con la misma rapidez y entramos en la fase REM del sueñecito reparador y, si es posible, roncado.
Las mujeres, por el contrario, debido a su complejidad cerebral, son comunicativas y sentimentales, les gusta hablar como prólogo y como epílogo del acto sexual, a fin de obtener información emocional.
Estos dispares comportamientos son achacables a la oxitocina, la hormona del amor, que ellas segregan en mayor abundancia que nosotros. Además, concluida la faena amorosa, sus oxitocinas tardan más en disiparse que las nuestras. Por eso nos demandan carantoñas y mimos cuando a nosotros lo que realmente nos apetece es que nos dejen en paz mientras descabezamos un sueñecito reparador o fumamos un cigarrillo en silencio, disfrutando el subidón de autoestima que nos provoca la copulación satisfactoria.
Dicho de otro modo: ellas aprecian los preliminares y los posliminares del acto, el «antes» y el «después», mientras que nosotros centramos nuestra apreciación en el breve «durante» copulatorio. A este propósito circula un chiste abominablemente machista que sólo reproduciré aquí, no sin cierta repugnancia, porque resulta bastante ilustrativo. Un amigo le pregunta a otro: «¿A ti qué te parece más satisfactorio, un buen polvo o una buena cagada?» El preguntado se lo piensa un momento y responde: «La cagada, porque cuando terminas no te tienes que pasar media hora abrazado a la taza del váter diciéndole cuánto la quieres».
Para fidelizar a una mujer y predisponerla a nuevos encuentros íntimos (o simplemente para tratarla con la delicadeza y el amor que exige Venus a sus devotos) hay que contentarla en el primer encuentro íntimo no sólo con el indispensable orgasmo, múltiple a ser posible, sino con un adecuado componente emocional. Cualquier cosa menos criar a nuestro lado otra Yerma lorquiana. «¿Qué vas a pensar cuando te deja en la cama con los ojos tristes mirando al techo y se da media vuelta y se duerme?» (Lorca, Yerma, Acto II).
El componente emocional consiste básicamente en prolongar el abrazo poscopulatorio al tiempo que lo adobamos con dulces razones susurradas al oído: «Toda mi vida me he preguntado de qué color es la felicidad. Hoy he descubierto que tú eres ese color». Suele dar buen resultado. También puede servir: «¿Cómo he podido vivir antes de conocerte?» o bien: «Eres lo más maravilloso que me ha ocurrido. ¿Qué filtro hechicero me has administrado para que te ame tanto?», etc. A nosotros nos estimula la visión de la mujer desnuda; a ellas, sin hacerle ascos a un jayán bien constituido y dotado, debido a su complejidad cerebral, las estimula también lo que escuchan. Como dice Imperio Argentina: «Es que me dejo llevar / de dulces palabritas de amor / y luego que me dejan plantá / me dicen con salero que no, / que de lo dicho no hay na»[311].
Toda esta verbalización poscoital que aconsejo y receto debe acompañarse con caricias y besos leves en su nuca despeinada y sudorosa. El coño, ni tocarlo antes de que nos sintamos suficientemente repuestos para la siguiente copulación. Que no parezca que hemos ido sólo a eso. Y cuando ya estemos suficientemente saciados, nada de saltar del lecho abruptamente con fútiles pretextos. Unos minutos de ternuras y caricias constituyen condición sine qua non para que guarde un buen recuerdo de la experiencia y se anime a repetirla. Hay que marear la perdiz un rato proporcional a la intensidad de la sesión que intentamos clausurar. Cumplido este expediente, entonces sí, regresaremos paulatinamente a la realidad cotidiana con algún comentario positivo como: «Me has hecho muy feliz, mujer. No recuerdo haber sido tan feliz desde que el Barça ganó la Copa», «Todavía no nos hemos separado y ya estoy deseando encontrarte de nuevo. ¿Cuándo nos vemos otra vez? ¿Vamos mañana al cine? No quiero que te sientas acosada, pero me gustaría verte pronto». O sea, alguna mención, más o menos explícita, mejor implícita, del siguiente encuentro que sugiera sutilmente que este ha terminado y hay que irse.
Amor español (postal del decenio de 1950).