CAPÍTULO 31
El temido gatillazo

¿Cómo puedo mejorar mi performance?, preguntas angustiado mientras clavas en mi pupila de terapeuta sexólogo aficionado tu pupila azul de acomplejado eyaculador precoz. ¿Qué hago cuando me sobreviene un gatillazo?

Algunos pacientes me consultan sobre qué actitud tomar cuando se produce, Dios no lo quiera, el temido gatillazo, también denominado, menos humillantemente, «disfunción eréctil», o sea cuando, digámoslo con las palabras del Evangelio como aquel cura que en el doloroso trance comunicó a la devota presta a entregarse: «Hija mía: el espíritu está presto, pero la carne es débil» (Mt. 26, 41; MC. 14, 38).

En este caso, lo primero que debe hacer el sufriente es no empeñarse en enderezar lo que no tiene arreglo: si el instrumento falla, no incurras en el patetismo de intentar apuntalarlo malamente mientras tu compañera se impacienta primero, se enfría después y finalmente se pone de mala leche por más que intente disimularlo.

—A ver, ¿qué hace un paracaidista cuando le falla el paracaídas principal?

—Echa mano del de repuesto, el de apertura manual, mi sargento.

Pues tú igual: acaba la faena manualmente o metiendo el gol de cabeza (cunnilingus). Cualquier cosa menos dejar a la dama a dos velas después de excitarla, porque ese fracaso le deja en el subconsciente una cicatriz indeleble como la de los infartos. (Un desgarrado personaje femenino de Williams se queja: «No sé por qué nos encienden el horno cuando después resulta que no tienen nada que cocer».)

No te acomplejes pensando que ese fracaso marca el comienzo del fin. Depresiones las precisas, y por sexo, menos. Mira el papa, que lleva toda la vida sin mojar y lo contento que se le ve y convencido de que lo suyo es lo bueno. Piensa que eres como los toreros: una mala tarde la tiene cualquiera. Te han echado un toro al corral, vale. No pasa nada. Todavía te quedan muchas tardes de gloria. Todavía saldrás por la puerta grande más de una vez, ánimo. Un gatillazo no significa nada. Todos lo hemos padecido. Es un mal universal desde que el mundo es mundo. ¿No conoces el evocador romance: «Rosa fresca, rosa fresca, / tan garrida y con amor, / cuando yo os tuve en mis brazos / non vos supe servir, non»? Pues eso.

—Sí, pero ellas nunca tienen gatillazos —objetarás.

—Pero a veces les duele la cabeza. Vaya lo uno por lo otro.

Recurramos a una parábola. Un día entre los días el sabio Ipanisad, paseando por el campo marceño en el que ya despuntaban, entre los verdes trigos, las rojas amapolas y los amarillos jaramagos, recibió a un recién casado que andaba triste y ojeroso con un ramal en la mano, buscando un árbol donde ahorcarse, porque no lograba complacer a su joven, hermosa y exigente mujer.

—Es que no aguanto más de tres minutos y ella tarda una eternidad en correrse y se queda siempre a medias y cabreada.

—¡Alma de cántaro, qué ignorante eres! —lo zahirió el sabio—. No lo fíes todo al metisaca. Ellas son mucho más versátiles. Tienen mil maneras de alcanzar el orgasmo y no le harán ascos a que se lo proporciones de otro modo igualmente deleitoso, o más.

—¡Instrúyeme, oh, maestro!

—Un hermoso toro pastaba fresca hierba en la ribera del Ganges cuando una molesta mosca cojonera se le posó en el ojete.

»El toro la espantó con el rabo.

»La mosca voló un momento y volvió a posarse en el ojete. ¡Plas! Sacudida con el rabo y la mosca que vuela de nuevo y se posa en el mismo sensible lugar. El toro volvió a espantarla. Eso se repitió otras tres o cuatro veces hasta que la mosca, tras una nueva volada, se posó en el hocico del toro. Entonces él sacó la lengua y, ¡gulp!, se la comió. Fin de la parábola.

—¿Cuál es la enseñanza, oh, maestro? —preguntó el discípulo.

—Lo que no puedas acabar con el rabo, acábalo con la lengua.

En lo tocante a la libido o deseo sexual, es una contrariedad que hombres y mujeres andemos un poco descoordinados en cuanto a los tiempos de siembra y recolección. Los tíos alcanzamos nuestra cúspide libidinosa a los quince o diecisiete años. A partir de ahí, decrece la potencia porque nuestras hormonas masculinas menguan al tiempo que las femeninas, que también las tenemos de serie, aumentan. La mujer, por el contrario, alcanza la cumbre de su apetito sexual entre los veintinueve y los cuarenta años, cuando sus cambios hormonales reconfiguran su cerebro[309].

¿Qué indica esta discrepancia? Que lo ideal sería que los muchachos apenas llegados a la pubertad, en lugar de matarse a pajas, accedieran a mujeres hechas y derechas rondando la treintena, que es cuando empiezan a dejarse de dengues y tonterías y afrontan los primeros pasos hacia la madurez. Rafael Puget, un hombre entendido, de los de antes, insistía en este punto: «La mujer de treinta años tiene la noción, el fervor y el deseo de la persona que va a recibir. Las mujeres de menor edad reúnen sólo excepcionalmente estas virtudes exquisitas. En general, no saben lo que quieren; son bellas, pero insignificantes, aunque atractivas…»[310]

Dicho de otro modo: desde el punto de vista sexual, la pareja perfecta la forman un pollancón veinteañero y una mujer fogueada a las puertas de su madurez, lo que propiamente llamamos hoy mujeres pantera (más adelante las veremos). La musa popular ha metaforizado esa lamentable discrepancia con su habitual delicadeza: «Tantos huertos sin regar, / tanto nabo sin consuelo: / Cuando hay toreros no hay toros, / y cuando hay toros no hay toreros».

Encuentro en la escalera (F. W. Burton, 1864)