El acto sexual, cópula o cubrición se divide para su estudio en cinco tiempos: monta, penetración, acometidas pélvicas, eyaculación y desmonta. Lo políticamente correcto es efectuarlo en un tiempo que oscila entre siete y trece minutos[301], pero a muchos de nosotros, especialmente a los más sobrados, nos basta con cuarenta segundos para rematar la faena. La práctica hace al maestro. Lo viene a corroborar, con su insobornable testimonio, el folclore popular, tan elocuente en sus líricas cancioncillas: «Maña, quítate los lutos / y te me abres de piernas, / que faltan cuatro minutos / pa que abran las tabernas».
La duración ideal de un coito es hoy objeto de discusión tanto a niveles académicos como populares.
—¡Psch, más vale terminar pronto! —he oído algunas veces en mi consulta—. A las mujeres no les gusta el acto.
—¿Qué dices, cacho ignorante? No les gusta cuando el dador es un desmañado que malogra con su torpeza esos momentos mágicos. Los orgasmos de la mona humana son mejores que los nuestros. Fíjate que hasta los consiguen múltiples, a ráfaga, mientras nosotros somos de un solo tiro (que no siempre acierta) y después tardamos una eternidad en volver a cargar la escopeta, especialmente, ¡ay!, a ciertas edades. Además, sus orgasmos duran entre treinta y sesenta segundos mientras que los nuestros apenas alcanzan entre diez y quince segundos[302].
El problema reside en la disparidad de tiempos heredada de cuando éramos promiscuos y vivíamos en los árboles. En aquellos remotos tiempos, la mona en celo copulaba con cuantos monos se le arrimaran atraídos por sus feromonas[303]. Dado que se trataba de un polvo colectivo, o gang bang, el mono que montaba a la mona eyaculaba enseguida, visto y no visto, para cederle el sitio al siguiente. Ahora, con la jodida monogamia, un solo mono debe arreglárselas para acometer él solo el trabajo que en su origen correspondía a toda una cuadrilla. ¡Pa echarse a temblar![304].
Esto explica que, a pesar del prolongado y molesto precalentamiento que nos imponen los sexólogos, a los tíos nos sobrevengan los orgasmos cuando ellas andan todavía a mitad del camino.
En lo tocante al ejercicio venéreo, nosotros viajamos en un tren de alta velocidad y ellas, en un parsimonioso mercancías.
—¿Qué hago ahora? —te preguntas angustiado cuando, en pleno frenesí copulatorio, notas el hormigueo que precede al inminente orgasmo—. ¿Me dejo ir o la saco y corro a la ducha helada antes de que esto se dispare?
Calma, hombre. Todo menos dejarte ir, porque si dejas in albis a la señora, ¡menuda es!, te sobrevendrán dos desgracias: la primera, que se sienta decepcionada y no esté tan disponible para el próximo apareamiento que plantees; la segunda, que te clasifique de egoísta.
—¡Eres un egoísta! —te dirá—. ¿Ya te has corrido? Es que vas a lo tuyo.
—Pero, mujer…
—No, si ya me lo dicen mis amigas: los hombres sois todos unos egoístas[305].
«¿Qué hacer?», te preguntas desorientado. Lo natural y aconsejable es provocarle a ella el orgasmo antes de abandonarte al tuyo (recuerda el cívico consejo: «las señoras, primero»). Por dos motivos a cual más práctico: primero, si tú lo alcanzas antes, la repentina flaccidez del miembro desilusionará a tu pareja. Segundo: como tu orgasmo está a las puertas, te resultará fácil dejarte ir tras el suyo. Incluso es posible que lo consigas simultáneo, que es rizar el rizo. Es fama que el presbítero y canónigo de la catedral de Málaga don Hipólito Lucena, fundador de la orden seglar de las hipolitinas, había alcanzado tal dominio del aparato que conseguía orgasmo simultáneo independientemente del ritmo de la feligresa a la que estuviera atendiendo.
Como tú no eres tan hábil como don Hipólito (de hecho, lo apodaban «don Cipólito»), ni dominas ninguna de las técnicas tántricas orientales que retrasan la eyaculación[306], cuando se aproxime tu orgasmo puedes retardarlo ayudándote de alguna fantasía. Mientras ella, excitada, piensa que se está trabajando a George Clooney o a Richard Gere, tú rememoras tu entrevista con el director del banco, cuando te denegó el aplazamiento de la hipoteca, o piensas que lo estás haciendo con la travestí Carmen de Mairena o imaginas a la vicepresidenta doña Elena Salgado explicando a los medios lo de la congelación de las pensiones y la criogenización de los sueldos de los funcionarios. «No falla», me dirás. Al momento notas que tu erección, que hace un momento era tensa como el pescuezo de un cantaor flamenco, se reblandece y decae. ¡Cuidado! Antes de que entre en fase morcillona y sobrevenga el gatillazo, ahuyenta de tu mente los negros pensamientos descritos y concéntrate de nuevo en la faena que le estás haciendo a la amada, uno, dos, uno, dos, uno, dos, uno, dos, embalado y a tope, y cuando ella suspira: «¡Ay, ay, no pares, no pares!», no se te ocurra dejarte ir pensando que su desenlace es inminente: te limitas a ponerte en estado de alerta amarilla porque eso sólo significa que se está entonando. Si notas nuevamente la proximidad de tu orgasmo (el hormigueo característico), piensa otra vez en algo desagradable. Por ejemplo, plantéate por qué demonios le pusieron los anatomistas «hocico de tenca» al cuello del útero que estás alcanzando con tu émbolo en cada acometida. Tú piensas: «¿Qué es la tenca?» Imaginas un pez prehistórico erizado de espinas, la boca monstruosa guarnecida de tres filas sucesivas de dientes afilados como navajas, los ojos esféricos y luminiscentes colgando de dos antenas siniestras. Sientes el acecho de sus potentes fauces pirañiles sobre tu bálano, que se le acerca y aleja en cada embate. Imaginas que es una morena, ese simpático pez todo dientes, que acecha en su covacha la aproximación de la incauta merluza, o sea, un merluzo, tú, al que de pronto, ¡zas!, decapita de una dentellada. La cabeza del merluzo es tu bálano en este caso. Al momento notas que la erección pierde consistencia y se deshincha como un globo pinchado.
Recurriendo a estos recursos mentales conseguirás que tu pareja alcance su orgasmo y se te quede como el pajarito que se posó en un cable pelado, cierto. Así culminarás el acto, como el agotado ciclista culmina la cumbre del Tourmalet en el Tour de Francia, y podrás reposar, exhausto y sudoroso, al costado de la amada satisfecha. Tendrás el corazón en la boca, estarás al borde del infarto, sí, pero con el chute de autoestima que supone haberle procurado un orgasmo por tus medios naturales, sin recurrir a manipulaciones o utillajes auxiliares. Eso lo culmina todo.
¿Qué opino de esta técnica dilatoria desde mi experiencia en el diván? Me advierte un sexólogo que es absolutamente contraproducente: olvídate de ella. El efecto rebote es el contrario del deseado.
Ah, se me olvidaba: es posible que con tanto esfuerzo no hayas obtenido tu propio placer. No hay problema. Si consigues reponerte y recuperar un pulso normal antes de que empiecen a manifestársete las molestas agujetas, quizá consigas convencerla, con muchos mimos y cariñitos, para que se entregue de nuevo, como si eso formara parte del «después». Es probable que tras el orgasmazo que ha disfrutado condescienda a no enfadarse si tú alcanzas el tuyo de manera egoísta, sin repetir la operación anterior.
—¡Qué egoístas sois los hombres! —comentará al percibir tu descarga seminal.
No te defiendas, que es peor. Antes bien cúlpate como si te sintieras abrumado por la enormidad de tu delito.
—¡Es verdad! ¡Lo siento, amor mío! Me he dejado arrastrar por mis bajos instintos. ¡Soy un animal despreciable, soy una rata de alcantarilla, soy…!
—Venga, venga —le quitará importancia—. Eres un tío. No lo podéis evitar.
Lo importante es que tú no vayas a lo tuyo, pedazo de egoísta. No pierdas de vista jamás que un orgasmo femenino como Dios manda, de manual, debiera producirse tras la triple excitación de clítoris, punto G y fondo de la vagina, lo que los franceses llaman cul-de-sac, donde una presión adecuada les produce, por lo visto, un placer extraordinario[307].
Técnica y aguante, ésas son las dos palabras mágicas para complacer a una mujer. Las nietas se han vuelto mucho más exigentes que las abuelas, que, debido a su ignorancia, se conformaban con cualquier cosa y no te evaluaban porque no tenían con quién compararte. Esta obligación del aguante es un lastre impuesto por las feministas radicales de Estados Unidos en los años sesenta, Dios las confunda. A las mujeres que se quejan de la escasez de género porque cada vez salen más tíos del armario les diré una cosa: «Vosotras, con tanta exigencia, estáis acabando con la afición». Ya lo anunció Matt Barry: «Dejar el sexo a las feministas es como irte de vacaciones y confiarle el perro a un taxidermista».
Acaece a menudo que, debido a la edad, a la obesidad o al cansancio, no estamos en condiciones de cumplir. Este es el momento de recurrir a la postura descansada, la de Andrómaca: tú boca arriba y ella encima. Era la que usaban dos ilustres gordos: el rey Faruk de Egipto (1920-1965) y Eduardo VII de Inglaterra (1841-1910)[308]. En esta posición, ella hace todo el trabajo mientras tú colaboras manipulando tetas y trasero, descansadamente. A cierta edad, todos recurrimos a ella, por lo que no está de más que previamente la hayamos persuadido a inscribirse en algún curso de danza del vientre.
—Hoy me he cruzado en la calle con fulanita y está mejor que hace dos años —dejas caer el nombre de una antigua amistad o rival—, para mí que esta se ha inscrito en alguna academia de danza del vientre.
—¿Qué te hace pensar eso?
—La cintura sin un gramo de grasa, la flexible cadencia de su paso, su grácil caminar de pantera, la firmeza de los pechos que se adivinaba tras la blusa, la aparente dureza del trasero, los brazos nada colgones…
—¡Ah!
La dejas pensativa. Con un poco de suerte, a los pocos días la tienes practicando la danza del vientre.
Imagínate ahora a tu pareja después de un mes acudiendo a las clases de danza del vientre y ya experta en sus tres movimientos principales: los golpes (sacudidas hacia adelante de la pelvis), los giros (rotaciones de la pelvis), las ondas (ondulaciones de los músculos del abdomen): se sentirá más ligera y más joven y tú probarás unos coitos descansados e intensos que nunca pensaste que existieran.
La sabiduría de Oriente, amigo.
Por cierto: si le regalas unas bolas chinas y puedes persuadirla para que combine la danza del vientre con ejercicios de la musculatura vaginal (la acreditada «presa de Cleopatra», véase «Apéndice»), eso sería miel sobre hojuelas. Ya sé que estoy soñando. Hoy día, maleadas como están por el feminismo, creen que cualquier sacrificio por incrementar nuestro placer las rebaja.
Dejemos las quimeras y descendamos ahora a las crudas realidades.