El orgasmo femenino es esencial para la buena marcha de la pareja. El amante que quiera contentar a una mujer debe dominar unas nociones elementales sobre su anatomía sexual y en especial sobre su clítoris, «la única estructura biológica en el universo conocido cuya función exclusiva es dar placer»[268]. Ese botoncito protegido por un capuchón retráctil, en apariencia no mayor que un guisante, se prolonga por dentro[269]. Complemento del clítoris (si es que no forma parte de él) es el cacareado punto G o interruptor del placer, una rugosidad formada por terminaciones nerviosas, apenas mayor que una moneda de veinte céntimos, que se localiza en la vagina, a unos cinco centímetros de la entrada, por arriba[270]. En algunas mujeres es muy sensible y en otras, apenas[271]. Las que tienen inactivo el punto G, no se apuren porque siempre pueden disfrutar de los orgasmos clitorianos de toda la vida[272].
Cuando el punto G se estimula correctamente, puede provocar devastadores orgasmos según el testimonio de las afortunadas que lo han probado:
—¡Te viene Dios a ver! —le dijo a mi amigo Paco una novia monja que tenía, con la que gustaba de practicar la caridad romana y otras suertes.
La sexóloga Shere Hite asevera que el punto G no existe, que es una argucia más del macho para obligar a las mujeres a amoldarse a la concepción clásica de la sexualidad, la penetración vaginal[273].
Paralelamente al punto G se ha señalado la existencia de un punto U, justo encima y a cada lado de la abertura uretral, pero todavía está en estudio. Lo mismo cabe decir de un punto A, de un punto K (por su descubridora, la sexóloga Barbara Keesling)[274] y de un Epicentro o zona EFA (zona erógena del fórnix anterior). Yo, la verdad, no aconsejo que el aficionado se meta en mayores dibujos: céntrese en el clítoris de toda la vida y deje obrar a la Naturaleza porque con todas estas pamemas científicas vamos a terminar por quitar el gusto y la espontaneidad al acto[275]. Si acaso pruebe con el llamado «postillón», que consiste en introducir un dedo en el ano de la dama al tiempo que orgasmiza, con lo que el placer es, si cabe, más intenso, como un turbo[276]. Infórmela primero, en alguna conversación previa sobre temas generales, no sea que en el momento más delicado se bloquee pensando que es un pervertido y preguntándose qué vendrá después.
Si el placer reside en el clítoris, en el punto G, en el U o en el segmento anteroposterior de la boca de la vagina, no debe preocuparnos siempre que le demos placer a nuestra pareja y la dejemos satisfecha, sonriente, dormijosilla y con cara de tonta. Dejemos las discusiones para los simposios de sexólogos y atengámonos a lo práctico y doméstico. Por lo que tengo comprobado en mi larga experiencia como terapeuta aficionado[277], a las féminas les apasiona el sexo siempre que vaya acompañado de ternura, los consabidos «antes» y «después», y del imprescindible orgasmo. Si alguna vez pasas de largo, vas a lo tuyo y las dejas in albis, te lo pueden perdonar porque son así de generosas y de maternonas y saben que somos como niños. Pero si reiteras el ir a lo tuyo y la dejas a dos velas un par de veces más, acabarás negándote lo que tanto buscas, les dolerá la cabeza, no tendrán ganas, o dejémoslo para otro día, mi amor, que hoy me muero de sueño.
—¡O sea que hay que darles gusto a ellas! —me preguntan algunos pacientes especialmente negados al adoctrinamiento.
—¿Cómo que si hay que darles gusto, desdichado? —les respondo—. ¡Eso es lo principal! De lo contrario, tu vida se convertirá en un infierno y la sexual ni te cuento. El que aspire a una normal relación de pareja debe priorizar el orgasmo femenino sobre el suyo, incluso si para ello tiene que contrariar sus impulsos naturales al egoísta aquí te pillo, aquí te mato.
¿Por qué es tan importante el orgasmo de la mujer? Verás: es que la que lo prueba no se conforma con menos. Ellas son como los tigres de Bengala que cuando catan la carne humana cualquier otro alimento les parece insípido. La que ha conocido el orgasmo no perdona al que no se lo produce.
No es fácil que un hombre lo entienda, porque en su egoísmo y en su ignorancia cree que debe ser como el suyo, ese fugaz calambrito gustoso, esa mísera propinilla con la que nos recompensa la avara Naturaleza. El afortunado Tiresias, al que los dioses permitieron ser sucesivamente hombre y mujer, dejó dicho, con autorizada opinión, que el orgasmo de la mujer es diez veces más intenso que el del hombre. Después lo corroboraría Avicena: «Multiplicatur delectatio mulierum in coitu super delectationem virorum» (“En el coito, la delectación y el apetito de las mujeres son mayores que en los varones”). No hay más que ver que los franceses (con Bataillon al frente) denominan al orgasmo femenino la petite mort», la muerte pequeña[278]. Chapeau por ellos que han sabido entenderlo y respetarlo (y, lo más importante de todo, provocarlo).
A mis pacientes les aconsejo que piensen más en sus mujeres que en sí mismos porque esa generosidad, aunque impropia de varón y contraria a nuestros naturales instintos, les rendirá a la larga copiosos beneficios tanto sexuales como convivenciales: un hogar tranquilo, una esposa abnegada, una felicidad conyugal sin fisuras.
Que así sea.
Lo más chocante es que el orgasmo femenino no tiene función biológica alguna. Lo ha desarrollado la Naturaleza sólo para compensarlas de la incomodidad de aguantarnos, y de soportar la regla, la sopa de hormonas, la preñez, la lactancia y todo ese mal rollo que les ha tocado[279].
«Si el orgasmo femenino es tan estupendo y tan útil para la propagación de la especie, ¿por qué existen tantas mujeres que no lo conocen, las pobrecillas?», podríamos preguntarnos.
En efecto. La anorgasmia femenina está bastante extendida, pero, en la mayoría de los casos, es un fenómeno cultural. Ocurre sencillamente que los machos llevamos miles de años reprimiendo la sexualidad de nuestras hembras. Sólo modernamente, y sólo en las sociedades avanzadas, la mujer se ha equiparado con el hombre y ha reivindicado, y obtenido, el derecho al orgasmo[280].
Otra causa posible de la anorgasmia es la torpeza del varón. En los primeros encuentros, cuando tenemos que lucirnos y dejar el pabellón bien alto, observamos escrupulosamente el manual: precalentamos a la chica, la acariciamos (lo que les libera la hormona oxitocina, el lubricante del amor) y exploramos sus encantos con la mayor delicadeza. De esta manera ella se excita, vence sus últimas reservas y se entrega. Comienzo feliz, pero no definitivo. En sucesivos encuentros, pensamos que ya está ganada, no consideramos imprescindible ese largo preámbulo y tendemos a abreviar los trámites: vamos directamente al grano, o sea, a las tetas o incluso a la entrepierna. Craso error. Ella, que desde el último encuentro ha estado rememorando con deleite aquel delicado episodio, se siente ahora decepcionada. Sigue necesitando esas caricias en la espalda, esos besitos apenas perceptibles en el brazo, en el cuello, en la hondonada de la clavícula[281], ese roce de las yemas de los dedos en las orejas que le hacen recorrer un agradable burbujeo en el bajo vientre, esos arrumacos previos que la excitan y la motivan.
Lo ideal sería hacerlo cada vez como si fuera la primera. Ya sé que es difícil y que nuestra natural vagancia se resiste, pero eso es a menudo lo que marca la diferencia entre la mujer satisfecha y el incordio, tú verás. El que ara y siembra, recoge.
Cartel sudamericano.