Llegamos a la conjunción copulativa propiamente dicha, o sea, al coito. El coito se puede cumplir, caso de necesidad y urgencia, en muy distintos lugares: rellano de escalera vecinal, cuarto de escobas, sacristía de parroquia, mesa tocinera, probador de grandes almacenes, despacho del Congreso de los Diputados[260], etc., pero para un coito como Dios manda, donde se ponga una cama sólida y afianzada, de canapé, desprovista de elementos móviles y sonoros (perinolas, etc.), que se quite todo lo demás. Una habitación climatizada a temperatura agradable, ni frío ni calor, en agradable penumbra o quizá iluminada con el resplandor indirecto que se filtra por debajo de la puerta, por los intersticios de la cortina de cretona, o de una lámpara roja de escasos vatios. Una música de fondo que no interfiera en los susurros al oído ni en los jadeos. Ya mencioné más arriba Watermark, de Enya, pero si no la tenemos a mano puede servir cualquiera de esos peñazos de música pretendidamente céltica que se adquieren en el top manta. En esto debemos amoldarnos un poco a los gustos de ella. Quizá, si es robusta y rural, la ponga Torito Bravo, de El Fary. Tanteémoslo en los días previos a la coyunda. Es conveniente también, aunque no imprescindible, un cuarto de baño contiguo equipado con bidé y una mesa auxiliar con provisión de bebidas y reparadoras viandas (paté de perdiz untado sobre galletitas energéticas y vino dulce dan excelentes resultados).
El varón debe preceder a la dama en el baño (ella tardará más, dado que sus abluciones íntimas son más complejas). Si orinas, debes poner sumo cuidado en no salpicar el asiento del retrete, lo que las enfurece sobremanera hasta el punto de que puede estropear, por la imprevisión de un momento, toda la labor que pacientemente has desarrollado en la fase precopulativa[261]. Lo más sensato es orinar sentado, a mujeriegas, quizá un poco en volandas como ellas hacen cuando escrupulizan de retrete ajeno y no quieren posar en él las nacaradas nalgas. De este modo evitaremos un efecto indeseable: que al contacto con la fría loza del sanitario la satisfactoria erección alcanzada en el estadio precopulativo se retraiga y morcillee.
Vamos ahora a la consumación del acto propiamente dicha. Tras las manipulaciones preparatorias centraremos nuestra atención en la parte más íntima y delicada de la dama, la verdadera meta de nuestras atenciones durante el largo cortejo, la suma de nuestros desvelos, el objetivo de nuestras pesquisas, el —digámoslo con franqueza— coño propiamente dicho. El dulce cisne de Avon (o sea, Shakespeare) lo denominó «fosa sulfúrea» en alusión al hedor que solían despedir los coños en aquellos tiempos escasamente higiénicos[262]. Hoy esa intimidad de la mujer huele estupendamente a limpio, tras pasar por el bidé, o a ligero perfume si ella se lo aplica, como Coco Chanel recomendaba, «allá donde quisieras que él te besara», pero en los tiempos de Shakespeare, y aún después, hasta muy recientemente, la intimidad de la mujer hedía realmente[263].
Hoy, con la flojedad general de la varonía, han variado los gustos y el hombre se ha vuelto delicado. A la dama que desee ofrendar al amado su intimidad al punto, ni insípida ni excesivamente faisandee, yo le recomendaría que, tras la esmerada higiene en el bidé, con abundante aclarado que disipe todo rastro de jabón, camine a buen paso o al trote durante tres minutos y medio (el tiempo de rezar dos credos) a fin de que sus labios menores generen la cantidad exacta de sudorcillo suavemente perfumado a ella misma, con una textura aterciopelada de brandy gran cuerpo[264]. Su amante, si es un verdadero connaisseur, sabrá apreciarlo. No es mala de sabor ni de olor la secreción fresca; lo malo es que las ropas ceñidas (especialmente los vaqueros) favorecen la descomposición bacteriana y esa esencia vira de la excelencia al desaliño al cuarto de hora de exudada.
En cuanto a la forma y partes del propiamente llamado «coño», no hay mucho que decir: debido a su diseño eminentemente práctico, sin concesión alguna a la estética, es francamente feo y contrahecho, y en su flacidez granujienta, en sus pliegues y colgajos, en su color virada entre rojiza y violácea, en su tez granulosa e irregular, contrasta vivamente con la tersura y belleza del resto del cuerpo femenino[265]. A pesar de lo cual, lo sé, los buenos aficionados lo admiramos y queremos, pero muchos homosexuales, libres como están de nuestros apremios, lo encuentran repulsivo[266].
El coño perfecto, desde el punto de vista del acoplamiento, es aquel en el que la varonía penetra con ciertas estrecheces. Esta situación se produce raramente para nuestra desgracia porque ellas suelen estar más cumplidas de calibre que nosotros de instrumento. El libro indio del amor, el Kamasutra, clasifica a los hombres, según el tamaño de su pene, en liebre, toro y caballo. A estas tres magnitudes penales corresponderían tres amplitudes femeninas: la cierva, la yegua y la elefanta[267].
El descubrimiento del aparato del amado o de la amada suele ocurrir en un estadio avanzado de la relación, por lo que es común conformarse con lo que a uno le corresponda. No obstante, como la Naturaleza es sabia, ha concedido a las chicas un órgano tan elástico que puede dilatarse hasta el volumen necesario para dar a luz a un bebé, así que ninguna se espantará por el tamaño de la credencial masculina a no ser que se haga la remilgosa por halagar a la parte contraria.